LA NOCION DE JUSTICIA SOCIAL EN EL NEOLIBERALISMO
En una conferencia dictada en Australia en 1976,[1] reproducida y divulgada ampliamente durante la dictadura de Pinochet por los altos círculos empresariales chilenos, Friedrich von Hayek, el teórico predilecto de la fracción hegemónica de la clase dominante –esas diminutas oligarquías que concentran en sus manos la mayor parte de la riqueza socialmente producida, y por tanto del poder real, tanto a escala nacional como mundial– abordó el tema de la justicia social afirmando, en forma categórica, que este concepto carece completamente de sentido en "una sociedad de hombres libres". Según él, si semejante "atavismo" todavía concita y domina la discusión política del presente solo sería porque aún permanece arraigada en la conciencia colectiva, como herencia de un pasado ya lejano, el recuerdo de la cohesión social que necesariamente debieron mantener los seres humanos para poder sobrevivir ante un medio agresivamente hostil por un espacio de tiempo mucho mayor del que hemos alcanzado a vivir hasta ahora en la actual "sociedad de hombres libres".
Como señala Hayek, en aquella sociedad pretérita los seres humanos
vivían en pequeñas bandas de cazadores, cuyos miembros compartían los alimentos
y, en general, todos sus esfuerzos. Sin embargo, el desarrollo de la
civilización hasta llegar, finalmente, a la "sociedad abierta" –léase
capitalista– condujo a la sustitución gradual de los antiguos fines comunes y
obligatorios que regían la pequeña banda de cazadores por reglas abstractas
de conducta. De este modo es que habría surgido el "juego del
mercado" que, a juicio de Hayek, ha conducido, a su vez, al crecimiento y
prosperidad de las comunidades que lo adoptaron, mejorando las oportunidades para
todos. Pero, ¿qué fue lo que hizo posible e impulsó dicha sustitución gradual
de los fines sociales ancestrales por aquellas "reglas abstractas de
conducta"? Hayek y sus partidarios ni siquiera se plantean esta pregunta.
Ello, junto con evidenciar la superficialidad de este razonamiento, les permite
tomar lo que en rigor es un efecto como la causa de una
transformación histórico-social continua y profunda.
¿Acaso podría haber surgido dicho "juego de mercado" sin el
desarrollo previo de capacidades productivas capaces de generar, por sobre lo
estrictamente necesario para mantener a los propios productores con vida,
excedentes intercambiables? Y, a su vez, ¿podría ese incremento de la capacidad
productiva haber surgido sobre la base de un accionar exclusivamente
individual? ¿No es evidente, a la luz de una consideración aunque sea superficial
de la historia efectiva de la especie humana, que tal desarrollo de las fuerzas
productivas siempre ha tenido por base la cooperación entre los
distintos individuos, es decir su acción común, socialmente organizada? Es eso
precisamente lo que destaca Smith cuando alude a la división del trabajo
como la causa fundamental de ese formidable salto en el desarrollo de la
capacidad productiva que se opera en la fase del taller manufacturero,
incremento que el empleo y desarrollo de las máquinas catapultaría luego aún mucho
más, permitiendo una creciente e ininterrumpida diversificación de un sistema
productivo que siempre ha sido y es, por su propia naturaleza, de carácter social
y no individual.
Además, puesto que la validez de este tipo de afirmaciones se prueba por
la correspondencia que ellas guarden con la realidad a la que están referidas,
cabe cuestionar una conclusión tan optimista como la de Hayek sobre las
presuntas virtudes del "juego de mercado" a la luz de las abismales
desigualdades que éste ha contribuido a acrecentar constantemente, tanto a
escala nacional como mundial. Pero a Hayek y a sus partidarios eso no los
inmuta porque si bien reconocen que el practicar este "juego" no
garantiza el logro de un determinado nivel de ingresos, a su juicio ello no
significa que el resultado sea injusto. Por el contrario, las remuneraciones
que determina el mercado libre serían siempre las justas, de modo que los
individuos o grupos que se esmeran en lograr ganancias en este
"juego", no pueden invocar luego los poderes de los gobiernos para
revertir sus eventuales resultados desfavorables. Por lo tanto, la sociedad
misma no pasa de ser ahora más que una ficción, un concepto tan vacío como el
de justicia social. Como bien lo resumió Margaret Thatcher cuando sostuvo que
"no hay tal cosa como la sociedad" sino solo personas y familias, todo
este razonamiento se resume, en definitiva, en la pretensión de reducir la
percepción de la realidad social a la de una mera interacción entre
individuos, pasando por alto su existencia efectiva como una totalidad
orgánica y el modo en que ella condiciona la vida de los sujetos y sus
posibilidades de acción.
Por eso Hayek y sus partidarios dicen lo que dicen, pretendiendo que las
desigualdades económicas y sociales existentes se explican
exclusivamente por las diferencias individuales de esfuerzo, talento y
fortuna entre los sujetos y no como resultado de las desiguales condiciones en
que ellos actúan debido al lugar que ocupan y las funciones que realizan en el
marco de las estructuras sociales existentes. Algo similar ocurre cuando
sostienen que un incremento de las regulaciones y de los impuestos sería
perjudicial para la actividad económica ya que desincentivaría la inversión,
como si las únicas fuentes de inversión posible fuesen las de carácter privado guiadas
por un afán de lucro. Lo que esta línea de argumentación se propone es, en
definitiva, naturalizar el sistema económico capitalista, basado en la
propiedad privada de los medios de producción y en la valorización del capital
como su finalidad prioritaria, invisibilizando la posibilidad alternativa y
enorme potencialidad de un control y gestión social de la actividad económica
en función del objetivo supremo de valorizar directamente, y sin exclusiones,
la vida de las personas.
La falacia de esta línea de razonamiento no es difícil de descubrir,
pero exige extender la mirada y las preguntas, situándolas sobre el modo de
organización y funcionamiento global de la sociedad como una realidad con vida
propia y no como un simple y caótico torbellino de acciones individuales. La
eficacia persuasiva, y por lo tanto política, de este razonamiento
predominantemente microeconómico de la clase dominante, como una mera multitud
de agentes económicos individuales que interactúan en los mercados en calidad
de oferentes y demandantes, deriva de la correspondencia que guarda con la
representación de la realidad social que espontáneamente se forman los
individuos a partir de las situaciones cotidianas en que hoy les toca vivir.
Una realidad social en que, como decía Hobbes, "el hombre es un lobo para
el hombre". Es decir, algo parecido a aquella percepción inmediata y
espontánea de la tierra como plana, inmóvil y centro del universo que
prevaleció por miles de años convertida en una representación de sentido común.
Sin embargo, resulta completamente imposible explicarse a partir de esa
visión miope de la realidad social las causas de fondo, tanto de los continuos
y formidables avances registrados en la productividad del trabajo como sus
paradójicos e inmediatos impedimentos para traducirse en una efectiva
prosperidad para los pueblos de la tierra, agudizando los grandes y dramáticos
problemas globales que aquejan hoy a la humanidad en su conjunto como son los
de las cada vez más abismales desigualdades sociales, las continuas y
devastadoras crisis económicas y conflictos sociales que sacuden a la sociedad
contemporánea. A esos males globales, como rasgos inherentes al modo de
organización social capitalista, han venido a sumarse luego otros que,
impulsados por los mismos criterios de racionalidad económica, amenazan cada
vez más seriamente la preservación de la vida sobre el planeta como lo son, por
una parte, el descontrolado crecimiento del armamentismo y los riesgos de
holocausto nuclear que éste conlleva y, por otra, la catástrofe ambiental que
nos muestra ya por doquier sus rasgos apocalípticos.
Completamente insensible a estas realidades, la ideología neoliberal
promueve entonces, deliberadamente, el más crudo egoísmo, desincentivando
sistemáticamente todo sentido de responsabilidad social y todo atisbo de
comportamientos solidarios. El resultado de ello no puede ser otro que la
creciente proliferación de las conductas asociales, anómicas, en el contexto
selvático prevaleciente de una lucha permanente de todos contra todos. La
prédica de algunas corrientes religiosas contra la presunta envidia que estaría
a la base de los reclamos de justicia y la preocupación exclusiva por el propio
esfuerzo como único fundamento de los propios logros va también en esa misma
dirección. Es así como las castas privilegiadas se empeñan en descalificar y
erradicar del debate público la sola idea de una posible y conveniente
planificación económica global en función del logro del bien común como una
pretensión artificiosa que choca frontalmente con las presuntas "leyes
naturales" de la actividad económica.
Pero como hemos señalado, el resultado efectivo del "juego de
mercado" está muy lejos de ser la prosperidad de un "orden
espontáneo" y armonioso como lo presenta Hayek sino una continua sucesión
de orden y desorden –un desorden que suele tornarse caótico y violento hasta
conllevar consecuencias catastróficas como las grandes y devastadoras guerras ocurridas
a lo largo de la primera mitad del siglo XX– a que conduce esa despiadada lucha
competitiva de todos contra todos en la que cada cual solo busca alcanzar su
propio beneficio. Lo que sí es fuente de un potencial de inmensa prosperidad es
el creciente e ininterrumpido desarrollo científico-técnico aplicado a los
procesos productivos, pero que en una importante medida se malogra debido a la
estructura de intereses y objetivos oligárquicos a que se halla actualmente
sometido. De este modo, las inmensas capacidades productivas actualmente
existentes, más que suficientes para erradicar la pobreza en el mundo y brindar
condiciones de una vida segura y confortable a toda la población del planeta,
se utilizan desaprensivamente para acrecentar los medios de destrucción masiva
con que la fracción hegemónica de la clase dominante pretende preservar su
capacidad de imponer sus intereses sobre todo el resto de la humanidad.
La mitológica narrativa neoliberal no pasa de ser así un sinfín de
vulgaridades comunes pero enmarcadas en una fantasiosa visión social
completamente de espaldas a la realidad. No es más que la fábula de las
"robinsonadas" de que tanto hacía mofa Marx, con la pretensión de
desconocer el carácter inherentemente histórico y social del ser humano como su
característica más destacada. Es la capacidad de actuar colectivamente,
coordinando sus acciones a través del lenguaje, y de traspasar los aprendizajes
adquiridos por la experiencia de cada generación a las nuevas, lo que le ha
permitido al ser humano primero sobrevivir y luego ir imponiéndose gradualmente
sobre el medio natural. El gran salto que significó para la especie humana la
revolución agrícola-ganadera, que le permitió alcanzar una creciente seguridad
alimenticia a través del cultivo de alimentos vegetales y la domesticación de
animales, y a partir de allí un sinfín de innovaciones técnicas como la
invención del arado y la rotación de los cultivos, fue elevando progresivamente
la productividad del trabajo permitiendo una creciente diversificación tanto
productiva como social y recién a partir de allí el surgimiento y creciente
expansión del comercio. El nivel alcanzado en la productividad del trabajo es por
tanto la base y el claro índice del nivel de desarrollo económico alcanzado por
una sociedad dada. Basta pensar que toda la expansión alcanzada por la
urbanización actual y la gran diversificación de actividades que ella acoge sería
imposible sin una muy elevada productividad de la agricultura.
Pero nada de esto forma parte del credo neoliberal, que solo ve en la
simple operación de comprar y vender con fines de enriquecimiento individual la
virtuosa fuerza que ha impulsado el progreso de la humanidad. Un credo que ni
siquiera se evidencia capaz de reparar en la perspicaz observación de
Aristóteles –recogida luego por Marx– que bien distinguía entre los divergentes
criterios de racionalidad involucrados en las operaciones de vender para
comprar y comprar para vender: la primera orientada a satisfacer las naturales
necesidades de mantención y reproducción de la vida, la segunda guiada con
insaciables fines de enriquecimiento individual. Dos criterios de racionalidad
económica que resumen la gran disyuntiva a la que nos enfrentamos en el mundo
de hoy: la primacía de la valorización del capital como fin supremo de la
actividad económica, con su inevitable y siempre creciente secuela de
conflictos sociales y depredación de la naturaleza, o la primacía de la
valorización de la vida humana como objetivo socialmente compartido y capaz de
establecer y asegurar una relación armónica con la naturaleza.
[1] Conferencia dictada en la
Universidad de Sydney el 6 de octubre de 1976 como parte de las IX R.C. Mills
Memorial Lectures y publicado en Chile por Estudios Públicos N°36, 1989,
pp.181-193.