TRANSFORMACIONES DE LA ECONOMIA CHILENA EN EL SIGLO XX
INTRODUCCION
Chile, en este siglo XXI, ya no es ni será un caso de desarrollo frustrado, como lo señalara Aníbal Pinto, refiriéndose al paso del siglo XIX al XX. Chile está siendo, y será, un caso de desarrollo logrado, exitoso, donde los frutos de este crecimiento y desarrollo llegan a todos los rincones y a todos sus hijos
Presidente Ricardo Lagos, Mensaje al Congreso Pleno, 21 de mayo de 2005
Chile entró
al siglo XX firmemente tomado de la mano del salitre y salió de él apoyado en
una canasta exportadora básicamente constituida por productos de la minería, la
silvicultura, la pesca y la fruticultura con escaso grado de elaboración. Es
decir, comenzó y terminó el siglo XX sustentado en una economía
primario-exportadora, preferentemente minera, altamente dependiente de los
requerimientos que le plantean las economías industriales que, en función de
las necesidades que nacen de su propio desarrollo, conforman los principales
mercados de destino de sus productos.
En el intertanto sus elites intelectuales y sus círculos gobernantes
tomaron conciencia de la comparativa “inferioridad” de su economía[1],
levantaron diversas hipótesis para explicárselo y diseñaron luego en base a
ellas estrategias que se esforzaron por implementar con el propósito de superar
esa condición. El desarrollo económico, concebido como sinónimo de
industrialización, se convirtió por largo tiempo en el objetivo central de las
políticas públicas, desplegándose desde el Estado un gran esfuerzo, plasmado en
múltiples e importantes iniciativas, para avanzar en esa dirección.
Pero, en las condiciones del capitalismo dependiente latinoamericano
del siglo XX y en un marco de compromiso con una estructura interna de
privilegios oligárquicos, a la postre esos esfuerzos se evidenciaron
infructuosos. Hoy día predomina en los círculos gobernantes de Chile un clima
de general escepticismo con respecto a las posibilidades de cualquier proyecto
de industrialización autónomo, dados los fuertes y al parecer insuperables
condicionamientos que en ese plano imponen las crecientes brechas que abre el
proceso de concentración y centralización financiera y tecnológica que es
inherente al funcionamiento de la economía capitalista mundial.
Para no desentenderse completamente de él, se procede entonces a
modificar el significado y alcance del propio concepto de desarrollo. Se lo
reduce ahora exclusivamente al logro de un crecimiento económico, lo más
dinámico posible, basado en la producción y exportación de aquellos productos
primarios en los que Chile exhibe claras ventajas competitivas. Se abandona así
toda preocupación especial por la naturaleza de la estructura productiva capaz
de sustentar en el largo plazo ese crecimiento, modificándose también los
modelos que le sirven de referencia: ya no los ejemplos clásicos de
industrialización exitosa sino los “nuevos países industrializados” del sudeste
asiático. Se mantiene, empero, la expectativa de que éste vaya acompañado
también de crecientes grados de “equidad”, según lo demanda la conocida fórmula
acuñada por la CEPAL.
Esto último, sin embargo, tiende a quedar solo en el discurso. Su
significado, grado de urgencia y modo de lograrlo dista de generar consenso en
los círculos gobernantes ya que, tratándose de un objetivo que el libre
funcionamiento del mercado no garantiza, supondría en principio una activa
intervención del Estado tras el propósito de distribuir al menos parte de los
frutos del crecimiento y contrarrestar así las inherentes tendencias del
sistema a generar la exclusión de amplios sectores de la población.
Intervención que, como se sabe, iría completamente a contrapelo del credo
económico dominante. De allí que se apele a la educación como mecanismo de
movilidad social.
Lo cierto, sin embargo, es que la idea misma de una posible vía de
desarrollo autónomo, capaz de permitir un crecimiento económico autosostenido,
se ve ahora descartada y su lugar es ocupado por políticas de inserción en la
economía mundial que, desde la actual posición periférica de la economía
chilena, solo le permiten operar como proveedora de materias primas y
alimentos, y probablemente de servicios para la región. En el marco de esta
opción estratégica, lo que se intenta identificar es el modo maximizar los
potenciales beneficios que ofrece y minimizar los costos que demanda a cambio
este escenario económico internacional cada vez más globalizado.
En rigor, la marcha de los acontecimientos no avala, por tanto, la
afirmación del Presidente Lagos invocada como epígrafe de este documento. Por
el contrario, y sin que ello implique desconocer o subestimar la importancia
del continuo, pero a la vez desigual, proceso de modernización experimentado en
los diversos ámbitos de la vida nacional, torna mucho más plausible sostener
que la evolución de la economía chilena en el siglo XX volvió a arrojar como
resultado una fundamental frustración de los esfuerzos desplegados en pos de un
desarrollo efectivo, que le permitiese superar su secular condición de economía
periférica y dependiente.
¿Cómo explicarse esta situación? ¿Qué significado reviste lo ocurrido
durante el último siglo para que llegásemos a este resultado? Para responder a
tales interrogantes es preciso hacer un examinen pormenorizado de las
transformaciones más relevantes experimentadas por la economía chilena a lo
largo de este siglo, buscando identificar las fuerzas, tanto internas como
externas, que las han impulsado y el modo como ellas finalmente se articulan
para arrojar los resultados que conocemos. Por su enorme alcance y complejidad,
una tarea de esa envergadura escapa ampliamente a las posibilidades de este
ensayo.
En consecuencia, sólo realizaremos aquí una descripción muy esquemática
de ellas. Primero haremos un breve cotejo del cuadro que la realidad económica
y social del país exhibe a comienzos y a fines de esta centuria. Pasaremos
luego revista a los principales acontecimientos que caracterizan cada uno de los
tres grandes periodos que marcan la evolución de la economía chilena entre uno
y otro momento. Finalmente, intentaremos realizar una evaluación de los avances
y retrocesos que cabe imputar a estos acontecimientos desde la anhelada
perspectiva del desarrollo económico e identificar los principales desafíos y
eventuales vías de superación de los problemas a que la situación actual nos
confronta.
CHILE ENTRE DOS EPOCAS
No parecería aventurado sostener, valiéndose de aquella dicotomía
clásica acuñada en el ámbito de la sociología decimonónica, que éste ha sido el
siglo que ha presenciado el tránsito del país desde la sociedad tradicional a
la moderna. Ello, considerando que a comienzos del siglo XX Chile es aún una
sociedad predominantemente rural, con una población mayoritariamente sumida en
la pobreza y la ignorancia, gobernada por una oligarquía terrateniente y basada
en una economía preferentemente minero-agrícola, lo que ofrece un contraste
suficientemente claro con la fisonomía que exhibe el Chile actual en la mayor
parte de esos aspectos.
Aunque ello suscita de inmediato un sinnúmero de cuestiones,
ampliamente debatidas, sobre el carácter de aquellas actividades económicas
“tradicionales”, la naturaleza de las motivaciones que las rigen y orientan, el
carácter y significación de sus vínculos con la economía mundial y, en
definitiva, sobre la naturaleza de la propia formación social en su conjunto,
no es nuestro propósito pasar aquí revista a estos problemas. Nos limitaremos,
por tanto, a registrar en forma resumida los contrastes más significativos que
el proceso de modernización, que en consonancia con la época que vivimos ha
experimentado el país en todos los planos a lo largo del siglo XX, hace posible
constatar entre el Chile del 1900 y el Chile del 2000.
A comienzos del siglo XX la población de Chile bordea los tres millones
de habitantes. Al término de la centuria ese volumen de población se habrá
quintuplicado llegando a contabilizar casi quince millones de habitantes. A
partir de los años treinta las tasas de natalidad y de mortalidad comienzan a
distanciarse por el rápido descenso de la segunda, para volver a converger
posteriormente, durante los años sesenta, en un descenso conjunto que,
situándolas a ambas en niveles relativamente bajos, terminan por completar la
transición demográfica. Más recientemente la pirámide demográfica ha comenzado
a angostar su base y a ensanchar su vértice de modo que el país comienza a
experimentar un progresivo envejecimiento relativo de su población, siguiendo
las tendencias que en este plano se observan en las economías desarrolladas.
A lo largo del siglo XX se experimenta también un continuo
desplazamiento de la población desde las áreas rurales a las localidades
urbanas. A comienzos de los años treinta el número de personas que viven en
estas últimas ha llegado ya a igualar el de quienes habitan las zonas rurales.
A partir de entonces la brecha entre el porcentaje de personas que viven en
zonas urbanas y rurales no cesará de incrementarse, dando cuenta de un fuerte y
sostenido proceso de urbanización. Un fenómeno concomitante es el de la
creciente concentración de la población en un reducido número de ciudades y muy
particularmente en la capital. En efecto, a comienzos de siglo solo alrededor
del 15 % de la población total del país vive en Santiago y sus alrededores. A
fines de siglo ese porcentaje superará el 40 %.
Al igual que en otros países de América Latina, este proceso de
urbanización ha ido acompañado por el progresivo surgimiento, en los márgenes
de las grandes ciudades, de importantes cordones de miseria. La falta de
puestos de trabajo suficientes para satisfacer las expectativas de quienes
llegan desde las zonas rurales en busca de mejores oportunidades de empleo, y
la aguda escasez de viviendas para cobijarlos, van haciendo surgir en forma
inorgánica extensas barriadas en que se aglomeran, en condiciones muchas veces
infrahumanas, miles de familias, configurando con ello uno de los rasgos más
característicos y visibles del capitalismo periférico.
Junto con el crecimiento de su población, a lo largo del siglo XX Chile
ha conocido también un crecimiento muy significativo de su economía. Aunque no
existen datos precisos sobre el volumen del producto a comienzos de siglo, se
han efectuado numerosas estimaciones que permiten calibrar la magnitud de este
crecimiento. Según lo manifestado recientemente por una alta autoridad del
Banco Central, se considera que, estimado según paridad de poder adquisitivo en
dólares de 1995, el producto interno bruto por habitante era de aproximadamente
US$ 2.300, en el año 1900, empinándose a los US$ 11.200 en el año 2000 (Ovalle,
2001)[2].
En definitiva, esto significa que, en términos reales, a lo largo del siglo XX
el producto por habitante se habría quintuplicado.
Ello se refleja en una apreciable mejora de las condiciones generales
de vida de la población, aun cuando, junto con ello, sea dable constatar
también la persistencia de abismales desigualdades sociales. A este respecto, a
lo largo del siglo XX es posible observar dos tendencias claramente
contrapuestas: hacia una creciente atenuación de las desigualdades primero,
tendencia que se extiende hasta 1973, y luego un fuerte retroceso hacia grados
de desigualdad muy elevados. La muy desigual distribución de la riqueza y del
ingreso, rasgo característico del sistema económico-social imperante, se ve
fuertemente acrecentado en una economía periférica como la chilena por la
comparativamente baja productividad de la mayor parte de las actividades que la
constituyen, los bajos salarios, la precariedad de las condiciones laborales,
el alto nivel de desempleo abierto o encubierto de la fuerza de trabajo y la
inexistencia de efectivas políticas redistributivas.
Sin duda, un aspecto clave en la historia económica Chile en el siglo
XX ha sido la gran incidencia alcanzada por el capital extranjero en sectores
productivos de importancia estratégica para el desarrollo del país. Al
despuntar el siglo la potencia hegemónica del capitalismo mundial es
Inglaterra, cuyos intereses se hacen sentir ya fuerte y directamente sobre la
economía chilena. En efecto, capitales británicos detentan el control
prácticamente total del salitre, su principal fuente de acumulación. Un cuarto
de siglo más tarde, EEUU desplazará definitivamente a Inglaterra de ese sitial
y pasará a desempeñar en la economía chilena un rol cuya importancia, bajo
diversas modalidades, no ha cesado de incrementarse desde entonces. Hoy la
economía chilena se halla en alto grado controlada por el capital extranjero,
aun cuando la presencia directa de los inversionistas estadounidenses se ha
tornado menos visible que a mediados de siglo.
Como resultado de la acción pública, en el ámbito de la educación y la
salud se han registrado también grandes avances en el curso del último siglo.
Cabe constatar una apreciable mejora de la calidad y una notable expansión de
la cobertura del sistema educativo en todos sus niveles, tornando
crecientemente marginales las tasas de analfabetismo. Estas últimas, que a
comienzos de siglo se empinaban por encima del 60% de la población no llegan en
el año 2000 al 4%. En el campo de la atención de salud a la población se ha
desplegado una acción sostenida, logrado bajar significativamente las tasas de
mortalidad, erradicar numerosas enfermedades contagiosas y otorgar una atención
materno-infantil de amplia cobertura.
Por otra parte, el Estado ha comprometido su acción en el desarrollo de
vastos planes de construcción de viviendas y obras de infraestructura, que han
permitido incrementar el empleo, cobijar a las familias, ordenar los espacios
territoriales, elevar la conectividad y dinamizar las actividades productivas.
No obstante, son muchas las familias que aún carecen de vivienda o que viven
hacinadas en construcciones extremadamente precarias, normalmente localizadas
en los márgenes de las grandes ciudades, desprovistas de la infraestructura
necesaria y constantemente afectadas por graves problemas de inseguridad.
Finalmente, el siglo XX ha sido también testigo de una importante
modernización del sistema político-institucional, pero que, en estrecha
consonancia con lo acontecido en el terreno económico, en su evolución dio
lugar a dos tendencias de signo contrario: abriendo paso primero a grados
crecientes de democratización y participación ciudadana en las decisiones y
revirtiendo luego esa tendencia con la imposición de un régimen político
totalitario, brutalmente represivo, seguido en la última década de esta
centuria de un sistema político-institucional revestido de ropajes democráticos
pero premunido de múltiples restricciones a la participación popular.
En síntesis, puede afirmarse que, en términos globales, Chile ha
experimentado en el siglo XX un importante proceso de modernización que ha
abarcado prácticamente todos los ámbitos de la vida social. Sin embargo, como
ya se ha señalado, especialmente con referencia a los actuales problemas de
desigualdad social y falta de democratización del sistema político, éste no ha
sido un proceso de avance unidireccional. Por el contrario, a lo largo del
siglo XX Chile ha conocido sucesivamente periodos que representaron primero
importantes avances y luego graves retrocesos en las condiciones de existencia
de su población.
En términos gruesos, se podría afirmar que durante el primer cuarto del
siglo XX prima un esquema de economía abierta completamente dependiente de los
requerimientos que le plantean los centros industriales del sistema capitalista
mundial. Durante el segundo y tercer cuarto del mismo se impone en cambio un
esquema de economía “cerrada” que se orienta a fomentar y proteger el
desarrollo de una industria manufacturera nacional, impulsado con el propósito
de reducir primero y superar después su condición de economía periférica y
dependiente. El último cuarto de siglo es testigo en cambio de una reversión total
de la dirección adoptada durante la fase precedente, restableciéndose en forma
decidida el esquema de economía abierta prevaleciente hasta la crisis del
periodo de entreguerras.
Esto último permite explicar, al menos en parte, la gran vulnerabilidad
de los cimientos sobre los que actualmente se basan los logros antes reseñados
y el sinnúmero de problemas que este proceso modernizador ha dejado sin
resolver. Es conveniente, por tanto, observar con alguna proximidad los grandes
cambios que en materia de visión estratégica y políticas económicas se
impusieron en Chile a lo largo del siglo XX. En este entendido, examinemos
brevemente primero las principales vicisitudes experimentadas por la economía
chilena a lo largo de este siglo y luego las principales enseñanzas y problemas
que estos acontecimientos ponen hoy ante nosotros.
LA ECONOMIA ABIERTA DE INICIOS DEL SIGLO XX
En su tipología de las economías latinoamericanas, Vania Bambirra
(1973) sitúa a Chile entre los países de la región que conocen una industrialización
más temprana[3]. Siendo ello efectivo, da
cuenta de un proceso de incipiente diversificación interna de la economía
chilena, que teniendo su origen en el siglo XIX, inevitablemente conlleva una
lenta pero creciente diferenciación de su estructura social. Sin embargo, en
las primeras décadas del siglo XX continúan imperando sin contrapeso en Chile
las políticas de libre comercio que rigieron a lo largo de todo el siglo XIX.
No hay, por tanto, una estrategia de desarrollo. El cambio más
significativo que es dable observar desde fines del siglo XIX en la estructura
productiva del país es que, como consecuencia del pronunciado declive de la
demanda y de los precios que a partir de la crisis mundial de 1873 afectó a los
productos que fueron característicos del primer auge exportador de la economía
chilena en el curso de esa centuria[4]
y de la ulterior anexión de los territorios salitreros como resultado de la
guerra del Pacífico, la vinculación de ésta con el mercado mundial se apoya a
partir de 1880 en la exportación de un solo producto, el salitre.
Esto lleva aparejado un cambio aun más significativo en el plano de las
relaciones de propiedad, y por lo tanto de poder, que se imponen en la economía
del país. En efecto, el salitre comienza a ser controlado en su mayor parte por
compañías que, en el contexto del conflicto, pasaron a manos de capitales
británicos y que posteriormente logran desplazar a los capitales chilenos
preexistentes en ese rubro. De este modo, por vez primera en la historia de Chile
como país independiente, el sector más dinámico de su economía y principal
fuente de acumulación de capital queda bajo control directo del capital
extranjero, profundizando así su situación de dependencia.
En 1906, con el inicio de la explotación del mineral de El Teniente por
la compañía estadounidense Braden Copper,
se comenzará a constituir lo que será conocido en Chile como la “gran minería
del cobre”, sector que tras la crisis mundial de 1929 y el irreversible declive
del salitre se va a convertir en el principal pilar de la economía chilena
hasta nuestros días. A la entrada en explotación de El Teniente se sumará
luego, a partir de 1915, la extracción a gran escala de este mineral en
Chuquicamata por parte de la Chile
Exploration y la inauguración en 1927 de una planta de procesamiento en el
mineral de Potrerillos por la Andes
Copper, ambas compañías también de capitales estadounidenses.
En estrecha correspondencia con la transformación de la estructura
productiva, puede advertirse también una creciente diversificación en el plano
social. Si bien el movimiento obrero se venía gestando desde mediados del siglo
XIX, poniendo sobre el tapete de la política chilena la “cuestión social”, la
explotación del salitre, con las grandes concentraciones de trabajadores que
genera en torno a sus faenas, constituirá el escenario propicio para su
consolidación como sujeto protagónico de la historia social y política del país
a partir de fines del siglo XIX. Allí se formarán sus primeras organizaciones
de masas, surgirán sus líderes más destacados, se entablarán sus primeras
grandes luchas y será también víctima de la más brutal represión[5].
En el plano político, las dos primeras décadas del siglo XX exhiben el
predominio hegemónico de la oligarquía terrateniente que administra
directamente los asuntos del Estado a través de un régimen de cuño
parlamentario. Se trata de un régimen político que le permite actuar como una
clase rentista, usufructuando de los excedentes del salitre que son captados
por el Estado a través de los tributos que éste le aplica. De una oligarquía
que, actuando en estrecha y alegre connivencia con los capitalistas británicos,
dilapidará desaprensivamente aquella parte de los frutos de la bonanza
salitrera que llega a sus manos.
Por otra parte, Chile continúa padeciendo fuertemente los embates de
las crisis económicas que se desencadenan periódicamente en las economías
centrales o de los cambios que allí, los principales mercados de destino para
sus productos exportables, sufre la demanda de los mismos. Así ocurre a
comienzos del siglo XX con el salitre cuya demanda como fertilizante va siendo
progresivamente desplazada por su sustituto sintético, el sulfato de amonio. No
obstante, como materia prima para la fabricación de explosivos, su demanda vuelve
a crecer a consecuencia de la primera guerra mundial, para volver a caer una
vez que el conflicto llega a su fin.
En este cuadro de inestabilidad económica, provocada por los altibajos
que experimenta su principal actividad productiva, y de despiadada explotación
de los trabajadores, cunde el malestar en la población, dando origen a un
creciente fermento de protesta social. Esta situación va a cobrar expresión en
el plano político con ocasión de la elección presidencial del año 1920.
Venciendo la resistencia de los sectores más conservadores de la oligarquía
dominante, esa elección llevará a La Moneda a Arturo Alessandri quien durante
su campaña enarbola un programa de reformas que logra despertar un amplio eco
en la población. Con ello comienza a modificarse el escenario político
prevaleciente hasta entonces, emergiendo esta vez el pueblo llano como un
elemento importante del mismo.
Se inicia entonces un proceso de cambios político-institucionales que
se plasman en la promulgación del Código del Trabajo, la separación de la
Iglesia y el Estado, la creación del Banco Central, de la Contraloría General
de la República y la aprobación de una nueva Constitución, esta vez de carácter
claramente presidencialista, en 1925. Sin embargo, desde la perspectiva de la
evolución económica del país, el punto de inflexión que abrirá paso a un viraje
significativo en materia de política económica, dando inicio a un proceso de
transformación profunda de la estructura productiva del país, se sitúa algunos
años después, en la álgida coyuntura creada por la crisis económica mundial de
1929.
Según lo consigna un informe de la Sociedad de las Naciones, Chile
resultó a la postre ser el país más fuertemente afectado por esta crisis. Los
impactos sobre su economía fueron devastadores puesto que el volumen y precio
de sus productos de exportación (salitre y cobre) caen en picada y con ello los
ingresos en divisas en que se basa su capacidad de importar. En consecuencia,
los vínculos comerciales entre Chile y la economía mundial, a través de los que
el país obtenía la mayor parte de los bienes manufacturados que necesitaba, se
ven abruptamente rotos.
A la severidad con que la crisis golpea a la economía chilena de entonces contribuye significativamente la actitud de expectativa gubernamental que nace de la confianza en las supuestas virtudes autocorrectivas de los mercados en el marco del laissez faire existente. Esa actitud, ampliamente arraigada en los círculos gobernantes de entonces, la grafica magníficamente una célebre afirmación atribuida a Ramón Barros Luco, uno de los presidentes de aquella época: “hay dos tipos de problemas: los que se solucionan solos y los que no tienen solución”. En consecuencia, resulta completamente inútil intentar hacer algo desde el gobierno.
IMPACTO DE
LA GRAN DEPRESIÓN
SOBRE LA
ECONOMÍA CHILENA
(Porcentajes)
Situación en 1932 Situación en 1938
con resp. a 1929 con resp. a 1929
PGB |
-45,8 |
-7,3 |
Exportaciones |
-81,4 |
-38,4 |
Precios exportación salitre |
-59,0 |
-45,2 |
Volumen exportación salitre |
-78,5 |
-56,8 |
Precios exportación cobre |
-69,3 |
-44,8 |
Volumen exportación cobre |
-71,4 |
-10,1 |
Importaciones |
-86,8 |
-68,7 |
PGB/Cápita |
-48,2 |
-16,1 |
Fuente: Sáez, citado por Meller (1996)
De este modo, sin que nadie se lo proponga, forzada por las
circunstancias de esta crisis, surge en el país la necesidad de abastecerse a
sí mismo de los bienes elaborados que hasta entonces se importaban. La economía
chilena comienza a transitar entonces por un camino que la irá apartando
progresivamente del esquema librecambista reconocido y aplicado hasta entonces.
Así, en forma cada vez más profunda y consistente, el país se irá involucrando
en un curso de acción que finalmente llegará a constituirse en una estrategia,
esta vez deliberadamente asumida, de desarrollo “hacia adentro”, centrada en la
industrialización por sustitución de importaciones. El llamado “modelo ISI”.
DEL DESARROLLO HACIA AFUERA AL DESARROLLO HACIA ADENTRO
El periodo que se abre con la crisis de 1929 y la creciente sustitución
de importaciones de bienes manufacturados se extenderá finalmente por espacio
de cuatro décadas; más exactamente, hasta el golpe de Estado que en 1973
derroca al gobierno del Presidente Allende. Los sectores que entonces, apoyados
en la dictadura militar encabezada por Pinochet, toman el control del país,
darán inicio luego a un nuevo y radical viraje en materia económica para
llevarlo de vuelta hacia el esquema de libre comercio y “crecimiento hacia
fuera” prevaleciente en los inicios del siglo XX.
En la experiencia chilena de crecimiento hacia adentro cabe distinguir
al menos tres fases principales: una primera de continua y gradual expansión
del impulso industrializador que se extiende hasta comienzos de los años
cincuenta; una segunda fase en que la economía comienza a evidenciar crecientes
dificultades para mantener vigente el empuje de los primeros años, llevándose
finalmente a cabo un intento por recuperar el dinamismo de la primera fase a
través de un ambicioso programa de reformas; por último, la coyuntura de crisis
terminal de la estrategia articulada durante este periodo que plantea la
disyuntiva de superar el capitalismo para tornar medianamente viable un
proyecto nacional de desarrollo o apuntalar el sistema descartando definitivamente
como ilusoria toda pretensión “desarrollista”.
El impulso inicial
El periodo que se inicia con la abrupta crisis de 1929 y sus graves y
prolongados efectos sobre la economía del país, conlleva en sus primeros
momentos un inevitable desconcierto de las clases dominantes acompañado de un
explosivo descontento de las clases dominadas. El progresivo deterioro de la
situación económica del país provoca a mediados de 1931 la caída del gobierno
de Ibáñez y una sucesión de gobiernos de corta duración entre los que se cuenta
la llamada “república socialista”, con una efímera existencia de tan sólo 12
días. El clima de convulsión social y política que se vive en aquellos días
cuenta entre sus episodios más relevantes la insurrección de la Armada y algunos
conatos insurreccionales menores en algunas ciudades del país, situación de
inestabilidad que se prolonga hasta fines de 1932.
Como ya se ha dicho, el efecto inmediato de la crisis en el plano
económico es una aguda escasez de medios de pago internacionales, lo que en
julio de 1931 llevará al gobierno chileno a decretar la suspensión del pago de
la deuda externa. Esta adversa situación externa crea condiciones propicias
para el despliegue y desarrollo de iniciativas productivas orientadas a
sustituir importaciones. En tales circunstancias, dichas iniciativas no podrán
dejar de contar con el decidido apoyo del Estado, aun cuando éste no disponga
aún de una política clara y consistentemente orientada en tal sentido.
El creciente protagonismo del Estado en la economía va a alcanzar su
apogeo durante el periodo de los gobiernos radicales, a partir de la creación
de la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO) en 1939. Desde entonces,
el proceso de industrialización por sustitución de importaciones que ya venía
gestándose durante los años precedentes, cobra un impulso inusitado. Se debe
tener presente que siendo éste también el periodo en que los países
industrializados se enfrentan unos a otros en los escenarios de la Segunda
Guerra Mundial, los vínculos comerciales entre el norte y el sur se mantienen
sumamente debilitados.
A través de la CORFO, el Estado se involucra de lleno entonces en el
fomento de la industria nacional, asegurando la provisión de asistencia técnica
y crediticia a las iniciativas empresariales que se desarrollan en el ámbito
productivo, levantando catastros y realizando estudios sobre las
potencialidades y requerimientos de los diversos sectores de la economía,
trazando ambiciosos planes de desarrollo para cada uno de ellos y comprometiéndose
en el diseño y ejecución de las grandes obras de infraestructura que todo ese
esfuerzo requería. Paralelamente, el Estado pondrá en aplicación medidas
proteccionistas para asegurar la viabilidad de este esfuerzo de desarrollo
industrial y, además de brindar su apoyo a la iniciativa privada, asumirá
directamente, a través de la CORFO, un sinnúmero de iniciativas empresariales
de diversa magnitud.
En este sentido, los primeros diez años de la CORFO serán también los
de sus más grandes realizaciones. Como se ha resaltado con frecuencia, los
pilares de una economía industrial moderna son, ante todo, el acero y la
electricidad. Buscando avanzar en esta dirección, la CORFO se da a la tarea de
electrificar al país, creando la Empresa Nacional de Electricidad (ENDESA), la
que comenzará a construir una importante red de centrales generadoras, tanto
termoeléctricas como hidroeléctricas, y el tendido de transmisión
correspondiente, que permiten dar al país la cobertura necesaria. En cuanto al
acero, por iniciativa de CORFO se crea la Compañía de Acero del Pacífico (CAP)
y se da inicio en 1947 a la construcción de un alto horno en Huachipato, en las
inmediaciones de Concepción, el cual entrará en funciones tres años después.
Dados los
crecientes requerimientos de hidrocarburos que todo el esfuerzo de
industrialización lleva aparejado, la CORFO dará inicio también a una intensa
labor de prospección en busca de yacimientos petrolíferos. Esta búsqueda
resultará finalmente exitosa en la zona del estrecho de Magallanes. Se adopta
entonces la decisión de crear la Empresa Nacional del Petróleo (ENAP), la que
dará inicio a las tareas de extracción y refinación, todo lo cual va a permitir
satisfacer con recursos propios al menos una parte de la creciente demanda
interna de combustibles.
Conjuntamente con ello el Estado adopta un conjunto de iniciativas
tendientes a mejorar significativamente la red de transportes y comunicaciones.
Se da un renovado impulso a la marina mercante nacional, a los ferrocarriles y
al transporte aéreo, sectores todos en los que el esfuerzo del Estado se hace
presente a través de sus propias empresas, y se despliega una intensa y
sostenida labor dirigida a ampliar y modernizar la infraestructura vial,
ferroviaria, portuaria y aeronáutica del país.
Aun cuando en este primer periodo no se adoptan medidas para modificar
la anacrónica estructura de propiedad de la tierra, dominada aún por el
latifundio, el sector agrícola no permanecerá al margen del gran esfuerzo
modernizador impulsado por el Estado. Este último adopta iniciativas tendientes
a mejorar y diversificar los cultivos, robustecer la infraestructura de
regadío, acopio, tratamiento y transporte, fomentar la maquinización de las
labores agrícolas, mejorar la calidad de las semillas y extender el uso de
fertilizantes, mejorar y diversificar la ganadería y las labores industriales
conexas a ella, incentivar la plantación de especies forestales, etc. Especial
atención merece la actividad de fomento de ciertos cultivos industriales como
los de oleaginosas y remolacha azucarera. En 1953 la CORFO crea la Industria
Azucarera Nacional (IANSA) que levantará plantas de elaboración en distintos
puntos de la zona central del país.
Por otra parte, el surgimiento y crecimiento de un sector industrial
manufacturero en la economía chilena llevará aparejada una mayor
diversificación de la estructura social del país, fortaleciendo la presencia de
aquellos sectores que, sea en calidad de empresarios o de trabajadores
asalariados, se hallan más directamente involucrados en este tipo de
actividades. A su vez, la progresiva participación del Estado en el fomento y
protección de este desarrollo industrial como en la organización de los
servicios productivos y administrativos requeridos por él, y también por la creciente
urbanización que acompaña a todo proceso de industrialización, dará origen a
una dinámica expansión de las capas medias.
El impacto en Chile de la profunda y prolongada crisis económica que
afecta a la economía capitalista mundial en el periodo de entreguerras, así
como los cambios que ella desencadena en la esfera productiva y en la
estructura social del país, se expresarán también en una importante
modificación del escenario político con la aparición y/o creciente influencia
que adquieren las corrientes más claramente representativas de los sectores
antes aludidos: los partidos obreros por una parte, basados en una ideología
socialista, y los partidos radical primero y demócrata cristiano
posteriormente, premunidos de programas de corte más bien modernizante, pasan a
desempeñar un rol protagónico en la vida política del país.
Inestabilidad y tendencia al
estancamiento
Tras una primera década de importantes avances, el dinamismo del
desarrollo industrial comenzó a decaer, evidenciándose incapaz de llevar al
conjunto de la economía a alcanzar altas tasas de crecimiento. Junto con ello
persisten y tienden a agravarse problemas que se arrastran de lejos como la
inestabilidad monetaria, expresada en persistentes tendencias inflacionarias, y
las grandes y ominosas desigualdades sociales. Los reiterados fracasos de los
intentos de estabilización puestos en aplicación en esta segunda fase del
periodo ISI dan cuenta de la profundidad y multicausalidad de los problemas que
se acumulan. La necesidad de hacerles frente y superarlos exige, por tanto,
identificar satisfactoriamente sus causas y estar en condiciones de llevar a la
práctica una estrategia que esté a la altura del desafío planteado.
Los principales problemas parecen tener su origen en la creciente complejidad
de los desafíos inherentes al propio proceso de industrialización, la estrechez
y segmentación de los mercados internos con la correspondiente insuficiencia de
la demanda, la elevada y onerosa dependencia de la economía nacional con
respecto a los principales centros industriales, financieros y tecnológicos del
capitalismo mundial, el creciente deterioro de los términos del intercambio, el
insuficiente nivel alcanzado por el valor de las exportaciones, el ostensible
retraso de la agricultura, que se evidencia crecientemente incapaz de acompañar
el ritmo de crecimiento de la población y el desplazamiento de la misma hacia
los centros urbanos, y el consecuente acrecentamiento de los conflictos de
interés entre los diversos grupos sociales.
Todo ello va planteando la imperativa y cada vez más urgente necesidad
de cambios institucionales y rectificaciones profundas en el diseño global de
las políticas económicas puestas en aplicación. La creciente explosividad del
descontento social que se acumula y que se torna cada vez más preocupante para
los intereses dominantes, sobre todo tras la radicalización política detonada
por el triunfo de la revolución cubana, llevará a elaborar programas de reforma
orientados a operar una mayor y más consistente modernización de las
estructuras productivas, en particular, de las prevalecientes en la
agricultura. Es así que, en el marco de la “Alianza para el Progreso”, la nueva
política impulsada por EEUU para la región, se contempla como muy necesaria una
reforma agraria.
En Chile, la fuerza política que tomará a su cargo el desafío de llevar
a cabo un programa de modernización capitalista de mayor envergadura será la
Democracia Cristiana que, encabezada por Eduardo Frei, tendrá a su cargo la
conducción del país durante la segunda mitad de la década de los años sesenta.
Bajo el gobierno de Frei cobra efectivo impulso la reforma agraria, orientada
simultáneamente a modificar la estructura de propiedad de la tierra,
incorporando a ella a una parte de los campesinos, y a modernizar los métodos
de cultivo. Los organismos encargados de impulsar este proceso serán la
Corporación de la Reforma Agraria (CORA) y
el Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP).
Paralelamente, buscando superar el cuello de botella que representa la
débil capacidad de generación de divisas de las exportaciones, se impulsa una
nueva política para la gran minería del cobre. En el sector cuprífero,
calificado por Frei como “la viga maestra” de la economía chilena, se aspira a
lograr una expansión significativa de su capacidad productiva y una mayor
participación del Estado en sus cuantiosas utilidades. Tras esos objetivos, y
bautizándola con el nombre de “chilenización” del cobre, el gobierno impulsa la
asociación entre el Estado chileno y las empresas norteamericanas que explotan
el mineral, la que se llevaría a efecto en base a un aporte de capitales del
primero que permitiría financiar la expansión y modernización de sus
instalaciones requerida para lograr la meta de duplicar su capacidad
productiva.
Otro aspecto clave de las políticas impulsadas bajo este gobierno
apunta a poner en marcha un proceso de integración regional a escala
continental que, en conjunto con la creciente incorporación de los campesinos a
la demanda, permitiese proveer al proceso de industrialización de una base más
amplia que la ofrecida exclusivamente hasta entonces por el mercado interno,
incapaz de permitir economías de escala acorde con las posibilidades
tecnológicas de la época y, por tanto, de las necesidades planteadas en el
plano de la competitividad. De allí que en el terreno internacional el gobierno
de Chile impulse decididamente la creación del Pacto Andino el cual se
constituirá en 1969 con la firma del Acuerdo de Cartagena.
En ciertas áreas del sector industrial consideradas de importancia
estratégica para el desarrollo del país, como por ejemplo la petroquímica, el
gobierno de Frei impulsará también la creación de empresas mixtas entre el
Estado chileno y el capital extranjero. Se acomete asimismo la construcción de grandes
plantas de celulosa y se fomenta la instalación de plantas de fabricación o
armado de bienes de consumo durable como la producción de vehículos motorizados
y de artículos electrónicos. Paralelo a ello se promueven iniciativas
destinadas a mejorar el sistema tributario, fortalecer la investigación
asociada a distintos sectores de la producción, elevar la capacitación de la
fuerza de trabajo, modernizar la infraestructura de obras públicas, transportes
y comunicaciones, etc.
Sin embargo, tras un comienzo auspicioso, la política de modernización
y reformas impulsadas por el gobierno de Frei no logrará superar los cuellos de
botella que entrampan severamente el crecimiento de la economía chilena, tras
los cuales es posible descubrir la sorda pugna de intereses que enfrenta a los
distintos actores en el escenario social y político del país, reduciendo
significativamente los márgenes de acción gubernamental. En definitiva, como se
muestra en el cuadro, las políticas aplicadas terminarán reeditando un desempeño
en general mediocre, completamente incapaz de satisfacer las expectativas de la
mayoría de la población. Ello vuelve a poner de relieve la profundidad de la
crisis que afecta al modelo económico prevaleciente y la necesidad de un cambio
también profundo en la estrategia de desarrollo económico del país.
PRINCIPALES RESULTADOS ECONOMICOS DEL GOBIERNO
DE FREI
(porcentajes)
Año |
Tasa de crecimiento del gasto del PGB |
Tasa de inflación (doce meses) |
Tasa de desocupación (dic. cada año) |
Tasa de inversión
|
1965 |
5,0 |
25,9 |
4,7 |
18,1 |
1966 |
7,0 |
17,0 |
5,4 |
17,4 |
1967 |
2,3 |
21,9 |
6,4 |
15,7 |
1968 |
2,9 |
27,9 |
5,4 |
16,3 |
1969 |
3,1 |
29,3 |
5,4 |
17,1 |
1970 |
4,5 |
34,9 |
8,3 |
16,4 |
Fuentes: Odeplán, INE, Instituto de Economía de la U. de Chile, en Bitar (1995:47)
Se plantea así, de manera cada vez más nítida, una disyuntiva polar:
llevar decididamente a cabo las transformaciones estructurales requeridas para
sacar al proceso de industrialización del empantanamiento en que se encuentra o
darlo por definitivamente cancelado, asumiendo como ilusorios los propósitos
que lo han guiado. El desencanto generado por los sucesivos fracasos anteriores
llevan a que tal disyuntiva deje de plantearse en términos exclusivamente
teóricos para pasar a asumir ya un carácter cada vez más clara y directamente político,
expresado en los esfuerzos de los sectores sociales en pugna por tornar
efectivamente viables esas opciones.
Si bien lo que en última instancia orienta y justifica la primera de
ellas es la aspiración de alcanzar como nación un desarrollo económico
autónomo, capaz de romper los lazos de dependencia que han mantenido
subordinada su economía a los requerimientos e intereses de las potencias
hegemónicas del capitalismo mundial, en las condiciones de un país como Chile
en el siglo XX esta aspiración se halla en sintonía y se entrelaza muy
directamente con el anhelo de los sectores populares de terminar con el sistema
de explotación y opresión de que son víctimas.
La crisis terminal del modelo
ISI
La disyuntiva planteada por la crisis del modelo ISI se proyectó
claramente sobre el plano político con motivo de la elección presidencial de
1970. Como lo atestiguan los programas y las propuestas difundidas durante la
campaña por las candidaturas de la Unidad Popular y de la Democracia Cristiana,
al menos dos tercios del electorado se pronunció a favor de la prosecución y
profundización del proyecto nacional de desarrollo impulsado y liderado por la
acción del Estado. En consecuencia, el gobierno que se constituyó bajo la
presidencia de Salvador Allende fue una expresión del inmenso anhelo de cambios
en una dirección progresiva que se había instalado en la sociedad chilena.
En ese entonces, a comienzo de los años setenta, la población del país
bordea ya los nueve millones de habitantes, de los cuales las tres cuartas
partes residen en centros o localidades urbanas. El alto grado de urbanización
alcanzado se refleja en la importancia que han llegado a adquirir entonces como
componentes del PGB el sector servicios, cuyas actividades (comercio,
administración pública, bancos, rentas inmobiliarias y otras) generan el 44,1%
del mismo, y la producción industrial, que registra una participación del
24,9%, comparado todo ello con el valor de la producción agrícola que solo
representa el 9,3% del PGB.
En el diagnóstico de los economistas de izquierda, los principales
males que entonces afectaban a la economía chilena obedecían a factores
claramente identificables: los fuertes y onerosos lazos de dependencia
financiera, tecnológica y comercial que aprisionan y subordinan al país, en
particular ante la potencia hegemónica del sistema capitalista mundial, el
altísimo grado de monopolización prevaleciente en prácticamente todos los
sectores de actividad económica, las anacrónicas relaciones sociales y el
ostensible atraso tecnológico que exhibe la mayor parte de la agricultura y la
pronunciada desigualdad en la distribución de la riqueza y de los ingresos.
El costo que representaba para el país la actuación del capital
extranjero puede ilustrarse claramente con uno de los ejemplos invocados por el
propio Presidente Allende para justificar las deducciones por “utilidades
excesivas” aplicadas por su gobierno a las indemnizaciones a que daba lugar la
nacionalización de la gran minería del cobre. En su discurso ante la Asamblea General
de la ONU (diciembre de 1972) sostuvo que, con una inversión inicial que no
superó los 30 millones de dólares, las compañías norteamericanas se llevaron de
Chile sólo en las cuatro décadas anteriores a la nacionalización más de 4 mil
millones de dólares. Más aún, entre 1955 y 1970 la filial en Chile de la Kennecott Copper Corporation obtuvo una
utilidad anual promedio de 52,8% sobre la inversión, “llegando en algunos años
a utilidades tan increíbles como el 106% en 1967, el 113 % en 1968 y más del 205%
en 1969”, conllevando ello un drenaje permanente de recursos desde Chile hacia
EEUU.
Por otra parte, la alta concentración que se observa en todos los
sectores de la economía, dejando en muy pocas manos y en función de sus propios
intereses las decisiones claves, se ve claramente reflejada en datos como los
siguientes: en 1953 solo el 3% de los establecimientos industriales controlaba
el 51% del valor agregado, el 44% de la ocupación y el 58% del capital de todo
el sector; en 1965 solo el 2% de los predios (4.876 de un total de 232.955)
tenía una superficie mayor a 80 hectáreas de riego básico, abarcando en
conjunto el 55,4% de la superficie agrícola; en 1970 el 60% de todas las
exportaciones chilenas (que en un 75% correspondían a las ventas del cobre) se
hallaba de hecho controlado por 3 compañías estadounidenses (Bitar, 1995:29-30)
A su vez, es posible apreciar la muy desigual distribución del ingreso
imperante en base a los siguientes datos: en 1967 el 10% más pobre de la
población recibió el 1,5% del ingreso total, mientras el 10% más rico obtuvo el
40,2%; en 1970 cerca de un 25% de la población se encontraba en condiciones de
pobreza extrema y dos tercios de ellos vivían en áreas urbanas; en 1970 cerca
del 7% de la población obtenía el equivalente a 4.290 dólares per cápita
mientras que un 54% de la población
percibía solo el equivalente a 212 dólares per cápita (Bitar, 1995:30-32)
En cada uno de estos aspectos lo que se tiene a la vista son solo los
síntomas de las contradicciones inherentes al desarrollo del capitalismo
periférico, fuertemente condicionado por las relaciones de poder que articulan
el sistema y los criterios de racionalidad que rigen su funcionamiento. Para
tornar medianamente viable un proyecto nacional de desarrollo, se hacía necesario
entonces situarlo sobre un horizonte que trascendiese tales condicionamientos
que, a lo largo del siglo XX, han terminado por estrangular prácticamente todos
los esfuerzos de desarrollo llevados a cabo en las regiones periféricas del
sistema[6].
De allí que el programa económico de la Unidad Popular contemplara la
nacionalización de todas las riquezas básicas (cobre, hierro, carbón, salitre,
etc.), de la banca y los seguros, de las empresas monopólicas del sector
manufacturero, de las grandes cadenas de distribución mayorista, del comercio
exterior, la profundización de la reforma agraria y, en forma simultánea, el
impulso decidido de iniciativas dirigidas a lograr una redistribución
progresiva del ingreso. En el ámbito internacional, se proponía además llevar a
cabo una política de plena independencia, desligando al país del claro
alineamiento pronorteamericano mantenido hasta entonces en el marco de la
guerra fría y estableciendo relaciones diplomáticas y comerciales con todos los
países del mundo.
El objetivo central, explícitamente
señalado, de estas medidas es “reemplazar la actual estructura económica,
terminando con el poder del capital monopolista nacional y extranjero y del
latifundio, para iniciar la construcción del socialismo”.(Programa de la UP)
Las dos grandes líneas de acción definidas para ello, es decir la
nacionalización de los sectores claves de la economía y las políticas de
redistribución del ingreso, debían
conciliarse con objetivos de corto plazo como la reducción del ritmo inflacionario,
el aumento del empleo y la aceleración del crecimiento. La posibilidad
de lograrlo se basaba en el aprovechamiento de una importante capacidad
instalada ociosa, particularmente en el sector industrial (alrededor de un
25%).
Una segunda consideración relevante en el marco de la política
económica que se intentaba aplicar era que la redistribución y la socialización
constituían dos aspectos llamados a reforzarse mutuamente: las políticas de
redistribución y expansión del gasto público permitirían ampliar la base de
apoyo político al gobierno, algo muy necesario para vencer la resistencia de
las clases dominantes y llevar a cabo los cambios propuestos en la estructura
de propiedad; a su turno, la creación de un área de propiedad social
contribuiría a viabilizar y consolidar esa redistribución del ingreso,
permitiendo conjurar a tiempo los efectos potencialmente desestabilizadores de
las políticas expansivas asociadas a una redistribución progresiva del ingreso.
Durante el primer año del gobierno de Allende, contando con un
mayoritario respaldo ciudadano, el proceso de reformas adquirió un ritmo
acelerado. Se dio inmediata prioridad a la nacionalización de la gran minería
del cobre la que, a través de una reforma constitucional, fue finalmente
aprobada en forma unánime por el Parlamento en julio de 1971. Esta medida
afectó muy sensiblemente los intereses norteamericanos, no solo por implicar
para ellos el fin de un lucrativo negocio, sino también porque, como se ha
dicho, de los montos de indemnización calculados al valor libro de las
instalaciones, el gobierno decidió deducir lo que estimó “utilidades excesivas”
obtenidas por las compañías extranjeras durante los años en que operaron en el
sector, lo que en definitiva significó que el Estado no tuviese que incurrir en
ninguna obligación por este concepto.
En el sector agrícola el proceso de reforma agraria adquiere un
renovado impulso, apoyado en una extensa ola de movilizaciones campesinas. En
el año 1971 se incorpora a este proceso una cantidad de predios similar a la
que había sido expropiada durante los seis años del gobierno anterior,[7]
con lo que esta fase de la reforma agraria quedó prácticamente concluida. Sólo
restaba ahora regularizar desde un punto de vista jurídico la tenencia de la
tierra por parte de los campesinos y normalizar las faenas agrícolas,
severamente dislocadas por el ambiente de conflicto prevaleciente en las zonas
rurales.
En los demás sectores de la economía el proceso de cambios al régimen
de propiedad avanzó con igual rapidez, de modo que al término del primer año de
gobierno los objetivos planteados se hallaban en su mayor parte ya consumados,
siendo también satisfactorios los resultados alcanzados en el desempeño de la
economía. En efecto, en 1971 el PIB registra un crecimiento de 9%, siendo este
incremento de un 13,6% en el sector industrial. En el Gran Santiago, la tasa de
desocupación descendió de 8,3% en diciembre de 1970 a 3,8% en diciembre de
1971. La inflación descendió desde un 34,9% en 1970 a un 22% en 1971. La participación
de los asalariados en el ingreso geográfico pasó de 52,8% en 1970 a 61,7% en
1971.
Sin embargo, las medidas adoptadas se orientaban a democratizar muy
profundamente el sistema económico y suponían por tanto un desplazamiento de
las antiguas, ricas y poderosas clases dominantes. En consecuencia, se trataba
de algo que éstas no podían aceptar, dejando planteado un conflicto
irreductible sobre el terreno político. Lo que se entabla entonces es una lucha
abierta por la hegemonía, es decir por el carácter de clase del poder político
y sus instituciones, que desplaza cualquier otra consideración y que será
preciso resolver primero para poder estar en condiciones reales de encarar los
problemas que se plantean en las demás esferas de la vida social, incluida la
economía.
En consecuencia, una vez que un proceso de cambios revolucionarios como
el anunciado ha sido puesto en marcha, sus posibilidades de éxito dependen de
la aplicación de una estrategia política que se evidencie capaz de generar una
correlación de fuerzas favorable, vencer la resistencia de las viejas clases
dominantes y desalojarlas de las posiciones de poder que secularmente han
detentado. El nexo existente entre el ámbito de la economía y la política,
usualmente disimulado por múltiples mediaciones, se torna particularmente claro
y directo en las condiciones de una crisis profunda como esta, en que lo que se
juega es nada menos que la preservación o superación del orden social
existente.
Resulta por ello de escaso interés examinar exclusivamente desde el
punto de vista de la historia económica del país lo acontecido en los dos
últimos años del gobierno de la UP, cuando una crisis de esa envergadura se
encuentra ya en pleno desarrollo. El desenlace de la misma es de todos
conocido.
EL RETORNO HACIA UN ESQUEMA DE ECONOMIA ABIERTA
El cruento golpe militar de 1973 terminó no solo con el Estado de
derecho y el sistema político existente hasta entonces en Chile, sino también
con la estrategia de desarrollo que se había mantenido vigente en el país por
más de cuarenta años. Aun cuando las considere, una apreciación crítica, sintética y comprensiva de la experiencia que
se inicia a partir de entonces no puede estar centrada en el examen de las
políticas e instrumentos aplicados, sino en aquello que a la postre resulta más
trascendente en una perspectiva de largo plazo: los cambios estructurales que
ella ha logrado operar en la economía chilena.
La transformación económica que se inicia
en 1973, instalando un esquema de funcionamiento cuyos lineamientos claves se
prolongan hasta hoy, ha sido llevada a cabo en nombre de la más completa
libertad de mercado, buscando exorcizar de manera perdurable la intervención
del Estado en la economía. Cabe advertir sin embargo que, a contrapelo de ese
discurso ideológico, el Estado no ha sido ni podía ser en esta transformación
un ente pasivo, distante o neutral, sino precisamente el medio a través del
cual el nuevo rumbo impreso a la economía pudo ser implacablemente impuesto
sobre la población.
Las políticas implementadas a partir de
1973 han buscado consumar básicamente tres objetivos centrales, íntimamente
relacionados, que se configuran finalmente como los pilares fundamentales del
nuevo modelo de acumulación capitalista y sus resultados: a) una radical liberalización
de los mercados, sustentada en la eliminación casi total de los controles y
restricciones previamente existentes; b) una también radical apertura al
exterior, apoyada en una rápida y sustantiva disminución de los aranceles y de
los controles cambiarios; c) una extensión muy amplia de los ámbitos de
actividad privada y el encogimiento equivalente de la acción del Estado que
traspasa a particulares muchas de sus anteriores funciones. Examinaremos
brevemente a continuación cada uno de estos aspectos.
La liberalización de los mercados
La
liberalización de los mercados se impone como principio rector de la nueva
orientación en materia económica invocando como justificación las distorsiones
que la regulación de los mismos por el Estado introduce en el sistema de
precios, información clave para que productores y consumidores puedan adoptar
las decisiones que les resulten más convenientes. Se arguye que el
funcionamiento libre de los mercados provee el mecanismo más adecuado para
lograr una eficiente asignación de los recursos productivos y, de ese modo,
alcanzar altas tasas de crecimiento.
En este
plano, una de las primeras y principales medidas adoptadas fue la eliminación
de los subsidios y el establecimiento de una amplia libertad de precios,
incluyendo los de los bienes de primera necesidad. Como era de prever, los
alimentos se vieron especialmente afectados por las alzas de precios que esta
medida trajo inmediatamente consigo, por lo que sus efectos redistributivos no
pudieron resultar más claramente regresivos. El alcance de estas medidas fue
tan vasto que a comienzos de 1980 sólo quedaban alrededor de 15 productos con
precios controlados.
Sin
embargo, y a pesar del altísimo costo social que esta medida supuso, la
situación a la que ella efectivamente condujo dista mucho de ser la proclamada
conformación de mercados efectivamente libres, regulados tan sólo por los
estándares que impone la competencia. Por el contrario, la libertad de precios
se conjuga con el amplio proceso privatizador que le acompaña para abrir camino
a una rápida constitución de nuevos y más poderosos conglomerados de carácter
oligopólico.
A esto
último contribuyeron también en forma clara y directa numerosas otras
iniciativas adoptadas por el equipo económico del régimen militar, de modo que
resulta completamente inverosímil que no fuese precisamente ese el objetivo
perseguido.[8]
La política de shock que se decide poner en aplicación en 1975 es un buen
ejemplo de ello. Esa determinación arrastró a la quiebra a numerosas empresas
medianas y pequeñas que eran potencialmente viables, aún en un esquema de
economía abierta, a condición de que se les diese un plazo razonable para
readecuarse.
El proceso
liberalizador abarcó también al mercado de capitales, lo que implicó la
eliminación de la mayoría de las regulaciones que afectaban al sistema
financiero interno. Entre las medidas destacadas que se adoptan en este plano
cabe mencionar la liberalización de la tasa de interés bancaria (mediados de
1974), la reprivatización de los bancos comerciales estatizados por el gobierno
de la UP, la autorización para el establecimiento de nuevos tipos de entidades
financieras y para la fusión de bancos comerciales.
Con estas
medidas, a las que se añade la apertura del mercado financiero al flujo de capitales
externos, lo que se busca es lograr una mayor movilidad de los recursos
financieros y una elevación de las tasas de ahorro interno. No obstante,
nuevamente lejos de redundar en un funcionamiento más "libre" del
mercado de capitales, ellas permiten y favorecen su conformación y regulación
oligopólica. A ese mismo resultado apuntan los bajísimos precios a que fueron
reprivatizados los bancos comerciales que, por la situación recesiva de ese
momento, sólo resultaban accesibles a los grupos empresariales más poderosos y
con mejores conexiones externas.
Con
respecto al mercado de trabajo la liberalización supone, una
"flexibilización" de la relación laboral que pasa ahora a ser
discrecionalmente definida por los empresarios: fuertes rebajas de los salarios
reales, amplias facilidades para concretar despidos, ausencia de negociación
colectiva, etc. Cabe destacar que en este caso se mantiene vigente una fuerte
intervención del Estado, pero no con vistas a cautelar los derechos básicos de
la parte más débil, que son los trabajadores, sino exactamente con el propósito
contrario: impedirle a ésta que los haga valer.
La apertura externa del espacio económico
nacional
Si bien el
nuevo régimen procede en primer término a la liberalización de los mercados
internos con el propósito de sacar rápidamente a la economía de la situación
caótica que la afecta al momento del golpe, ella no quedará restringida a este
ámbito sino que se extenderá en forma también acelerada al de las relaciones
comerciales y financieras con el exterior. Esto se expresará en una rápida y
sustancial rebaja de los aranceles y en una disminución y simplificación
también significativa de los controles cambiarios a objeto de tornar más
fluidos los movimientos de capitales.
Sin duda es
aquí donde se manifiesta más claramente la voluntad de los sectores hegemónicos
de la clase dominante de transitar hacia un reordenamiento radical de la
estructura económica del país puesto que la política de apertura al exterior
priva súbita y definitivamente al proceso de industrialización anterior que aún
no ha logrado consolidarse de su principal e indispensable soporte. En otras
palabras, le quita –para usar la conocida expresión de Friedrich List– la
“escalera” que necesita para alcanzar sus objetivos.
De este modo,
sobre la base de la extendida privatización de las actividades productivas que,
invocando el principio de “subsidiariedad del Estado”, pone aceleradamente en
marcha el régimen militar, la desregulación de los mercados internos y la
apertura externa van a colocar al conjunto de las actividades económicas del
país en un nuevo molde al que les resultará imperativo adaptarse con suma
rapidez para poder sobrevivir.
Esta
política de apertura unilateral de la economía chilena al exterior no se
circunscribe al ámbito comercial y financiero, sino que se extiende también al
campo de las inversiones productivas. El régimen militar diseña y pone en
aplicación para ello una normativa legal, el Estatuto de la Inversión
Extranjera (Decreto Ley 600), otorgando a los inversionistas foráneos garantías
de trato preferencial, en ciertos aspectos más favorable aún que el que reciben
los propios inversionistas nacionales.
Todo ello
patentiza la incompatibilidad del nuevo esquema económico con las políticas de
integración económica regional puestas anteriormente en aplicación, lo que va a
implicar la pronta salida de Chile del Pacto Andino. Los esfuerzos de
integración regional son dejados de lado, retomándose sólo casi dos décadas más
tarde en el marco de un nuevo esquema de acuerdos que se articulan sobre la
base de una ya extendida liberalización del comercio internacional: el llamado
"regionalismo abierto".
La apertura de nuevos campos de acción al capital
Junto con
abrir y liberalizar los mercados, la acción del régimen militar se empeñará
también en extenderlos, llevando y haciendo primar la lógica de la valorización
del capital sobre cualquier otro criterio de racionalidad económica a todos los
ámbitos de la sociedad, incluso aquellos que difícilmente pueden conciliarse
con el objetivo de maximizar las ganancias.
Como es
sabido, el proceso privatizador que se pone entonces en marcha no se limitará a
aquellas empresas, particularmente del sector financiero e industrial, que
habían sido estatizadas o intervenidas bajo el gobierno de Allende, sino que
abarcará también a la mayor parte de las empresas cuya existencia se debía a la
iniciativa y esfuerzo desplegado por el propio sector público, particularmente
en el ámbito de la energía, los transportes y las comunicaciones. Desde luego,
este decisivo traspaso de empresas públicas a manos privadas se llevará a cabo
en las condiciones de discrecionalidad que impone la propia existencia del
régimen militar.[9]
La
extensión de las relaciones capitalistas de producción adquiere también un gran
dinamismo en las zonas rurales, en las que el régimen militar reorienta y pone
fin al ciclo de transformaciones estructurales iniciado allí con el proceso de
la reforma agraria y cuyo principal resultado es la definitiva superación del
latifundio. Las iniciativas de carácter asociativo surgidas de ese proceso van
a ser rápidamente eliminadas, procediéndose a devolver una parte de las tierras
expropiadas a sus antiguos propietarios y a reasignar otra mediante un sistema
de reparto individual o licitaciones. El posterior funcionamiento de un mercado
libre de tierras va a completar este proceso.
Lo
novedoso, sin embargo, será el paso que el régimen militar se decide a dar en
1979, cuando anuncia su propósito de impulsar un vasto programa de reformas
bautizado por él como las "siete modernizaciones", orientado
básicamente a extender la lógica de las relaciones y motivaciones mercantiles a
ámbitos aún mayores. Dicho anuncio se orienta a sancionar una paulatina
disolución del principio de responsabilidad social antes prevaleciente y un
creciente desentendimiento del Estado de su obligación de cautelar la vigencia
de ciertos derechos sociales básicos de la población, llevando el afán
privatizador a aspectos tales como la previsión, la salud, la educación y la
vivienda.
A partir de
entonces se actúa con decisión en el desincentivo y progresivo desmantelamiento
de las más diversas iniciativas de carácter asociativo desarrolladas en el
período histórico precedente, abriendo paso a una creciente privatización de
los servicios y costos de la atención médica y la educación; se impone la
capitalización individual de los fondos previsionales, cuya administración
queda ahora en manos de entidades privadas con fines de lucro; se reorganiza el
sistema de educación superior, atomizando su basamento institucional, obligando
a las instituciones a autofinanciar sus actividades y abriendo este campo a una
descontrolada irrupción de universidades privadas, etc.
Este
proceso que, junto con abrir paso a una fuerte concentración del poder
económico, incide en una creciente dispersión y atomización de la sociedad
civil y que comporta además ostensibles inequidades, conlleva también un fuerte
desquiciamiento de la moralidad pública: sinnúmero de privatizaciones
fraudulentas, tráfico de influencias, robo y corrupción generalizada,
despotismo e impunidad del régimen político y sus agentes, trato privilegiado a
las FFAA en materia salarial y previsional, enriquecimiento ilícito a expensas
del patrimonio público, exacerbada proliferación del individualismo, la
competencia y el consumismo, etc.
Cambios en el perfil productivo de la economía
En términos
globales, la implementación de tales políticas ha operado una importante
relocalización sectorial de los recursos productivos. Ella se refleja
particularmente en el significativo incremento experimentado por la
participación del comercio exterior en el PIB, acompañada de la disminución no
menos importante de la producción orientada hacia el mercado interno. Este es,
sin duda, el aspecto más relevante de la transformación operada en la
estructura económica del país.[10]
Como se
esperaba, la participación porcentual del comercio exterior en el PIB ha
experimentado un fuerte incremento, pasando desde alrededor de un 30% en 1970 a
poco más de un 60% a fines de los años noventa. El valor anual de las
exportaciones es algo superior al de las importaciones, permitiendo que la
diferencia pueda ser destinada al servicio de la deuda. Es importante observar,
sin embargo, la composición que exhiben las primeras. Estas corresponden en
casi un 90% a productos procedentes de sólo cuatro sectores básicos: minería,
pesca, silvicultura y fruticultura. Solo una parte menor de ellos es sometida a
algún grado significativo de procesamiento antes de ser exportada.
No
obstante, en virtud de ello esta última es presentada en las cifras oficiales
como exportación de "productos industriales", lo que configura una
imagen distorsionada del estado real de nuestra economía. Lo cierto es que,
aunque se ha ido incrementando en el curso de los últimos años, la
participación de las ramas más propiamente manufactureras (metalmecánica,
química, cuero y calzado, textil, etc.) en el total de las exportaciones apenas
se empina por encima del 10% del total.
Por otra
parte el crecimiento de las exportaciones es balanceado por una expansión
equivalente de las importaciones, las que en un elevado porcentaje corresponden
a bienes de consumo susceptibles de ser producidos en el país o a artículos
suntuarios perfectamente prescindibles. Se genera así no sólo un alto costo de
oportunidad en el empleo de las divisas disponibles, sino también un
significativo proceso de sustitución de producción interna con el consecuente
incremento del desempleo estructural y de las actividades de subsistencia que
nutren la "economía informal".
La
participación de la producción industrial en el PIB, que en 1970 representó un 24,7% y que se
elevó por encima del 26% en 1972, experimentó una persistente caída durante los
años posteriores a 1973 hasta llegar a situarse en torno al 17% a fines de los
años 90. Sin embargo, por elocuentes que sean, estas cifras no alcanzan a dar
cabal cuenta de la magnitud de los cambios operados en el sector puesto que los
más importantes son de carácter cualitativo. Como ya se indicó, las cifras
oficiales computan como "producción industrial" no sólo a las
actividades de transformación propiamente tales, sino también a las de
procesamiento de materias primas, las cuales han seguido de cerca a la
expansión de las actividades primarias orientadas a la exportación.
El
desmantelamiento de los rubros más típicamente manufactureros desarrollados
bajo el amparo del anterior modelo económico ha sido muy pronunciado. Muchas
empresas antes dedicadas a la fabricación de productos industriales destinados
al mercado interno se han visto forzadas a cerrar sus plantas para dedicarse
exclusivamente a la importación y distribución de los mismos artículos que
antes producían. Se desperdicia así no sólo un importante acervo de experiencia
y conocimientos, sino también una porción elevada de la capacidad de trabajo,
que se ve súbitamente desplazada por aquella que viene cristalizada en los
productos importados.
Si bien es
efectivo que ciertas empresas han logrado sobrevivir a la fuerte presión competitiva
a que fueron sometidas, habiendo debido operar para ello importantes procesos
de reconversión y/o modernización de sus sistemas productivos, es indudable que
en términos globales el precio pagado por el sector ha sido demasiado elevado
en comparación con los magros resultados alcanzados.
Durante el
último cuarto del siglo XX también tuvo lugar un significativo proceso de
reestructuración y modernización capitalista del agro no sólo chileno, sino
latinoamericano, proceso que ha sido impulsado por factores tales como: el
rápido incremento de la demanda mundial de productos agropecuarios; la
considerable expansión de la urbanización y por lo tanto de los mercados
internos; las políticas de fomento agrícola puestas en aplicación por el
Estado; el creciente accionar en este campo de las empresas transnacionales.
En el caso
de Chile, la unilateral apertura de su economía y la consiguiente competencia
de productos importados han impuesto al sector una reconversión productiva
dictada por los cambios que se operan en la rentabilidad relativa de sus
diversos rubros. En este contexto, los cultivos tradicionales orientados hacia
el mercado interno van siendo gradualmente desplazados por el gran dinamismo
que exhiben los rubros orientados preferentemente hacia los mercados externos:
la fruticultura y la silvicultura.
La
expansión del primero ha sido muy significativa, llegando a aumentar el valor
de sus ventas al exterior en alrededor de dieciséis veces entre mediados de los
años setenta y mediados de los noventa, siendo los principales productos que
participan de este proceso la uva, las manzanas, las peras y los kiwis. Sin
embargo, la competitividad de este rubro se ha sustentado en una amplia medida
en el aprovechamiento intensivo que hace de las principales
"ventajas" que le proporciona el actual modelo económico: el bajo
costo de la fuerza de trabajo y la externalización de los costos ambientales.
En cuanto
al segundo no hay que olvidar el importante rol desempeñado por el Estado en el
desarrollo de sus actividades, no sólo al privatizar empresas a precios
irrisorios, sino también al subsidiar el 75% de los costos de plantación (DL
701) en los terrenos calificados de aptitud preferentemente forestal. La
superficie de las plantaciones, que a mediados de los años setenta era de
alrededor de 450 mil há, alcanza veinte años más tarde a cerca de 1.750 mil há,
de las cuales casi un 80% corresponde a pino radiata y cerca de un 15% a
eucalipto. El crecimiento de las exportaciones forestales también ha sido
espectacular: de poco más de USD 130 millones en 1974 pasan a alrededor de los
USD 2.000 millones en 1995, año en que los embarques de celulosa superan los
USD 1.300 millones.[11]
En el
ámbito empresarial la modernización capitalista del sector se ha expresado en
la emergencia de importantes complejos agroindustriales (CAI) que se imponen a
las actividades propiamente agrícolas mediante la larga serie de
"eslabonamientos" a que se halla sometido el proceso productivo en
ambas direcciones (Chonchol, 1994): a) "hacia atrás" por el
suministro de maquinaria e implementos, fertilizantes químicos, pesticidas,
biotecnologías y semillas, además del necesario apoyo crediticio al sector; b)
"hacia adelante" por las industrias de transformación, los centros de
almacenamiento y depósito, los frigoríficos, los sistemas de transporte,
distribución y comercialización
Por lo
tanto, el sector agrícola no tiende a estructurarse ya en función de relaciones
de dominio territorial (el antiguo eje latifundio-minifundio) sino de centros
de poder que se hallan localizados fuera del ámbito rural (el polo
financiero-industrial-comercial). Sin involucrarse directamente en las
disímiles y complejas actividades productivas del agro, el gran capital logra
así un efectivo control de las mismas. Además, junto a la empresa agrícola
capitalista, en que laboran más de 500 mil trabajadores (unos 100 mil
permanentes y 400 mil temporales), se halla la agricultura campesina,
constituida por más de 200 mil explotaciones familiares, en gran parte
localizadas en áreas marginales de baja productividad y dotadas de un
equipamiento escaso y rudimentario.
La pesca ha
conocido también una considerable expansión en el curso de los últimos años,
transformando a Chile uno de los principales productores mundiales (junto a
China, Perú y Japón). La participación de esta actividad en las exportaciones
pasa desde poco más de un 2% en 1974 a más de un 12% a mediados de los maños
noventa. Aunque mantiene una posición de liderazgo en la producción de harina
de pescado (junto con Perú), la producción del sector se ha diversificado
crecientemente hacia otros rubros de mayor valor. La industria reductora ha
modernizado sus plantas para incrementar la producción de harinas especiales
que permiten alcanzar rentabilidades más elevadas.
Sin
embargo, al igual que los demás rubros exportadores del país, el sector
pesquero se evidencia muy vulnerable debido tanto a la tendencia cíclica al
derrumbe de los precios como a la alteración periódica de los stocks a
consecuencia de la sobreexplotación de las especies marinas o a fenómenos de
carácter natural. En líneas gruesas, hoy es posible distinguir en él tres
subsectores: el industrial, el artesanal y el de la acuicultura que es el que
ha conocido últimamente un mayor dinamismo. El sector industrial, que registra
una captura de alrededor de 600 mil toneladas en 1973, llegó a desembarcar
alrededor de 7 millones de toneladas en 1995. El sector artesanal produce
alrededor del 10% de la captura total, del que sólo una décima parte se destina
al consumo humano, dirigiéndose el resto hacia la industria reductora. La
acuicultura es una actividad relativamente reciente pero que ha conocido un
crecimiento notable en el curso de los años 90. En el año 2000 registra
exportaciones de salmón y trucha por más de USD 950 millones.
En el
sector minero los cambios más significativos se han producido a partir de 1986
y conciernen a la nueva presencia y expansión de las ETN en la explotación de
yacimientos de la gran minería del cobre, la que durante los años noventa ha
logrado quintuplicar su producción. Antes de 1986 los esfuerzos encaminados
abrir la gran minería del cobre a la iniciativa del gran capital chocaron con
la tenaz resistencia opuesta por algunos sectores castrenses, la que finalmente
logra dejar su huella en el texto de la propia Constitución de 1980.[12]
Sin embargo, haciéndose eco de las presiones ejercidas por el gran capital
transnacional, el régimen militar dispondrá posteriormente la elaboración de
una nueva legislación minera que acoge y da plena satisfacción a las
expectativas de los inversionistas privados.[13]
Despejados
esos obstáculos y dadas sus elevadas perspectivas de rentabilidad, la
exuberante riqueza mineral chilena se tornará irresistible, para el gran
capital transnacional que comienza a concretar importantes proyectos de
inversión, principalmente en el sector cuprero. Así, la producción de las
empresas privadas, que en 1990 era de sólo 251 mil TM de cobre fino, alcanzará
ya en el año 2000 una cifra superior a las 3 millones de TM (COCHILCO)
Las
exportaciones chilenas de cobre representaban en 1985 un 26,5% de las
exportaciones mundiales, elevándose esta participación a más del 42% en el año
2000. Sin embargo, en el mismo período la participación de CODELCO cae desde un
21% a alrededor de un 14%, mientras que la de la producción chilena privada se
elevará de menos del 5% a un 28%. Hay que considerar además que la
participación de algunas empresas privadas en el mercado mundial del cobre no
se limita a su producción en Chile ya que también poseen yacimientos en otros
países, lo que refuerza su posición competitiva frente a CODELCO.
Otro
aspecto importante en este ámbito es que se incrementa la participación de
concentrados de cobre en las exportaciones lo que revierte la anterior
tendencia a incorporarles mayor valor agregado: en 1990 Chile exportó bajo la
forma de concentrados 241 mil TM de cobre fino, equivalentes a un 15% del
total; en 1995 esa cifra se eleva ya a 800 mil TM, lo que representa ya un
tercio del total, y a un millón 780 mil TM en el año 2000 representando esa
cifra un 40% del total.
Un interés
preferente fue asignado al sector financiero con el objetivo de crear un
mercado de capitales capaz de acompañar los procesos de privatización,
concentración y centralización en curso. Con tal finalidad se dictaron nuevas
normas legales para regular la actividad de los bancos, se autorizó la creación
de instituciones financieras y las fusiones bancarias, se decretó la apertura
de la cuenta de capitales, se creó un instrumento financiero indexado (la UF),
se estimuló el desarrollo del mercado de valores, se crearon las
Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) y se establecieron numerosos
incentivos tributarios para fomentar el ahorro y la inversión.
En el
actual esquema económico este sector se proyecta, ciertamente, como un decisivo
instrumento de poder: dado que las posibilidades de una expansión productiva
son inciertas y limitadas, sobre todo en una economía pequeña como la chilena,
más que la posesión de los activos físicos lo que cobra particular importancia
es el posicionamiento que se logra alcanzar en aquellas actividades que
permiten ejercer un control estratégico de los procesos de generación de
riqueza. En este sentido el sector financiero aparece como el eslabón clave de
la cadena que vincula al conjunto de las actividades que se despliegan en el
espacio económico nacional.
Hay que
decir que el desarrollo de este sector, que es expresión del modo como se
avanza hacia un alto grado de concentración y centralización de capitales, ha
representado un altísimo costo para el país, siendo el terremoto financiero de
comienzos de los años ochenta el episodio más oneroso de todos. La realidad del
sector bancario y financiero es que, más allá de la variada gama de
instituciones e instrumentos que lo conforman y de los cuantiosos fondos con
que opera, en la actualidad se halla altamente monopolizado por un reducido
número de grandes grupos económicos, tanto nacionales como extranjeros.
Por último,
los servicios básicos han sido también fuertemente afectados por la política de
privatizaciones y por los efectos de la transnacionalización en curso. Las
compañías generadoras y distribuidoras de energía eléctrica así como las
compañías de teléfonos y comunicaciones se encuentran hoy en manos privadas.
Otro tanto ocurre con los medios de transporte aéreo, marítimo y terrestre,
excepción hecha de los ferrocarriles, cuyo grado de abandono no hace más que
preparar el terreno de una próxima privatización, y del tren metropolitano, que
a despecho de las profecías neoliberales opera eficientemente.
Cambios en la distribución del ingreso y la
riqueza
Conjuntamente
con los cambios en el perfil productivo de la economía, las políticas aplicadas
a partir de 1973 han conducido a una concentración muy significativa de la
riqueza, expresada claramente en las pronunciadas y asentadas desigualdades que
se observan hoy en la distribución del ingreso. Ello se refleja en las
polarizadas condiciones de vida prevalecientes en el país. Chile es hoy uno de
los países del planeta en que impera una mayor desigualdad en la distribución
del ingreso. Según datos oficiales, en el año 2000 el decil más pobre de la
población percibe solo el 1,1% del ingreso total, en tanto que el decil más
rico obtiene un 42,3%. (CASEN 2000)
Desde
luego, esto no es algo casual. El resultado inmediato de las medidas de
estabilización aplicadas desde su inicio por el régimen militar (las rebajas
arancelarias y la libertad de precios, junto con el total desconocimiento de
los derechos laborales) fue un notable encarecimiento del "costo de la
vida". Los precios de gran parte de los bienes y servicios alcanzaron
rápidamente niveles similares a los prevalecientes en el mercado mundial, al
tiempo que los salarios conocían un profundo deterioro en términos reales.
En esa
misma dirección, claramente regresiva, se alinea el uso que se hace de otros
instrumentos de efectos potencialmente redistributivos como por el ejemplo el
sistema tributario. Este fue completamente reorganizado a comienzos del régimen
militar para satisfacer las expectativas de los sectores empresariales,
contribuyendo muy significativamente al objetivo trazado por los apologistas
del modelo de convertir a Chile en un verdadero "paraíso de los
inversionistas".[14]
Visto desde
un punto de vista exclusivamente económico, la concentración de la riqueza ha
dado como resultado la aparición de un reducido número de grandes
"grupos" o conglomerados empresariales que incursionan en sectores
muy diversos de la economía del país y van alcanzando progresivamente un
control monopólico u oligopólico de sus actividades más importantes.
Al mismo
tiempo, la injerencia del capital transnacional en la economía chilena alcanza
niveles muy elevados. En efecto, la presencia directa del capital extranjero ha
conocido una notable expansión durante este período, especialmente a partir de
la segunda mitad de los años 80, en que pasa a ocupar una parte del espacio
dejado por la quiebra de los primeros "grupos" durante la crisis de
1982, llegando a asumir posiciones claves en las estructuras productivas y
financieras del país.
Esta crisis
le imprimirá un fuerte impulso al proceso de centralización del capital, el
cual se materializa por diversas vías: a) la reorganización del sistema
financiero desencadenada con la intervención de la banca en enero de 1983; b)
el traspaso de la propiedad de las grandes empresas, bancos y AFP que
pertenecían a los grupos económicos quebrados; c) la privatización de empresas
públicas en base a un programa aprobado por el BM y el FMI; d) la conversión de
la deuda externa en base a los capítulos XVIII y XIX del Compendio de Normas de
Cambios Internacionales. Lo último contribuirá a acelerar la extranjerización
de la economía chilena ya que las operaciones de conversión de deuda externa
superan en 1990 los USD 9 mil millones (Marín, 1991).[15]
Por otra
parte, este proceso de centralización da impulso a una importante
reestructuración del capitalismo chileno caracterizada por: a) la adopción de
nuevas formas de organización y estrategias de desarrollo por parte de los
grandes grupos económicos que suponen una redefinición tanto de los vínculos
existentes entre las esferas financiera y productiva como de la interrelación
entre los mercados internos y externos; b) el aumento de la tasa de explotación
e intensificación del trabajo, expresado en parte en el desarrollo de una nueva
forma de interrelación entre las grandes empresas por una parte y las medianas
y pequeñas por otra, anudada principalmente a través del sistema de
subcontratación.
PROBLEMAS Y DESAFIOS QUE SE DERIVAN DE ESTAS EXPERIENCIAS
Como hemos visto, a lo largo del siglo XX Chile ha conocido dos
estrategias de desarrollo capitalista claramente diferenciadas: durante el
primer y último cuarto de esta centuria las perspectivas de expansión de su
economía han estado basadas en una dinámica productiva y comercial
primario-exportadora; durante el segundo y tercer cuarto se esforzó en cambio
por levantar una economía industrial inicialmente centrada en la sustitución de
las manufacturas importadas. En el marco de la primera, la actividad económica
responde enteramente a la dinámica que le imprime la demanda externa. En el de
la segunda, se intenta vincularla a la expansión y diversificación de la
demanda interna, aun cuando los condicionamientos externos, y por tanto su
vulnerabilidad ante ellos, continúan siendo extremadamente altos.
Si bien ambas orientaciones constituyen solo variantes de un
capitalismo periférico, sometidos por tanto a similares criterios de
racionalidad económica, en uno y otro caso los efectos sociales y políticos son
también distintos. Desde un punto de vista estrictamente económico, la primera
es compatible con un alto grado de exclusión social puesto que los trabajadores
solo cuentan como productores, no como consumidores. De allí que se busque
restringir severamente la participación popular en la toma de decisiones. La
segunda en cambio, por su propia naturaleza, junto con crear las condiciones
materiales que lo hacen posible, necesita apuntar hacia crecientes niveles de
participación de los trabajadores en la demanda.[16]
Por ello, representa un molde en que éstos pueden tener, en principio, mayores
posibilidades de acceder a los procesos de toma de decisión.
Sin embargo, el problema principal es que, en uno y otro caso, todo
esfuerzo de desarrollo se ve enfrentado a límites que en el marco del
capitalismo no parecen ser superables y que consolidan la posición dependiente
de las economías periféricas, sea cual sea el eufemismo que se utilice para
denominarlas (“subdesarrolladas”, “en vías de desarrollo”, “en desarrollo” o
“emergentes”). Dichos límites derivan de la manifiesta y onerosa subordinación
de las economías periféricas a los centros metropolitanos en ámbitos tan
estratégicamente claves como los de las finanzas y la tecnología, lo cual se
traduce en una menor productividad y competitividad en los sectores productivos
más dinámicos.
Las opciones de desarrollo que esta situación deja a las naciones
periféricas no son muchas. De allí que en el ámbito del comercio internacional
no tengan más alternativa que limitarse a identificar e intentar explotar
ciertos “nichos de mercado” en los que sus actividades productivas pueden
contar con “ventajas comparativas” (en rigor, absolutas) en el marco de la
existente división internacional del trabajo. E incluso en ese escenario, en
que los países pobres se ven normalmente afectados por un constante deterioro
de los términos del intercambio, en el marco de una economía capitalista se
suele plantear como necesario al propio proceso de valorización del capital el
recurso a la precarización laboral y ambiental, vale decir a la
superexplotación del trabajo y la depredación del medio ambiente, como
principales factores de competitividad.
En última
instancia, los problemas examinados llevan a considerar por tanto la lógica que
subyace no solo al modelo neoliberal, que solo constituye su expresión más
descarnada, sino al propio sistema económico-social vigente y que explica sus
resultados, así como los criterios que pueden servir de base a una eventual
alternativa para superarlo. La controversia de fondo en torno a los criterios
de racionalidad económica, que tanto la implantación del modelo de “economía de
mercado” como su crítica traen a colación, ha estado de hecho permanentemente
planteada en el curso de los últimos veinticinco años en Chile, aun cuando
ella, por razones obvias, no logre alcanzar mayor visibilidad.
La cuestión
que se discute entonces, concerniente a los más convenientes mecanismos de
asignación de los recursos productivos, no es nueva. Ella recorre prácticamente
toda la historia de las ideas económicas, cobrando su expresión más decantada
en la disyuntiva polar entre mercado y planificación. Si bien, en rigor, ambos
términos no son excluyentes, lo esencial es la primacía que adquiere uno u otro
en la realidad económica como criterio orientador de las decisiones de
inversión. Pero se trata de un problema que exige ser abordado no sólo de
acuerdo a los criterios de eficiencia y eficacia contable y del repertorio de
instrumentos de control ex-ante o ex-post disponible para tales efectos. Tanto
por sus impactos sociales como por sus implicancias de largo plazo, este
problema excede ampliamente el ámbito del análisis puramente cuantitativo.
En
consecuencia, lo que toda consideración crítica de la evolución de la economía
chilena en el siglo XX pone en juego es la necesidad de un examen más amplio y
profundo de los criterios de racionalidad económica que rigen o pueden regir
las decisiones claves en el campo del desarrollo económico y social. Si se
considera que por definición las inversiones deben ser "rentables",
en una primera aproximación al problema cabe consignar al menos la existencia
de dos tipos de "rentabilidad" susceptibles de plasmarse en
resultados muy diferentes: a) la privada, cuya finalidad es la valorización del
capital y su indicador clave la tasa de beneficios; b) la social, cuya
finalidad es la valorización de las personas y sus indicadores claves los
grados de equidad, seguridad y bienestar material y espiritual de la población.
En el
primer caso lo que interesa es la rentabilidad financiera de las inversiones
individualmente consideradas, lo que dependerá a su vez de la rentabilidad
financiera de las operaciones (o transacciones) a que ellas darán origen. Es
ello lo que permite juzgar el grado de pertinencia de las decisiones que se
adoptan. Sin embargo, la falta de equivalencia entre el interés social e
individual puede llegar a ser, como sabemos, muy pronunciada, hasta el punto de
significar la búsqueda de beneficios individuales directamente a expensas de la
salud y bienestar de la población o de una parte de ella. Incluso la sola
consideración del interés social nos enfrenta constantemente a este tipo de
problemas.
Por
ejemplo, ante la crítica situación que suelen enfrentar los pequeños
agricultores, ¿qué resultaría más "rentable" desde un punto de vista
social: importar alimentos más baratos que los producidos internamente y cargar
luego con los innumerables problemas generados por el inevitable éxodo rural a
las ciudades o apoyar con recursos públicos a la agricultura campesina para que
ella pueda salir adelante? Este tipo de dilemas se nos plantea hoy con suma
frecuencia ante la realidad económica y social que prevalece en nuestro continente.
En la
opción que se asuma habría que tener muy seriamente presente el gran costo
económico y social que representa la actual proliferación de un sinnúmero de
actividades informales, sumamente precarias e improductivas (vendedores
ambulantes de helados o confites, cantantes callejeros, cortadores de boletos,
“sapos” de la locomoción, cuidadores de autos, etc.) y de otras múltiples
estrategias aún más extremas de sobrevivencia (delincuencia, prostitución,
mendicidad, etc.), como consecuencia social directa de las políticas
neoliberales puestas en aplicación.
La
alternativa a esas políticas es, obviamente, desplazar el centro de gravedad de
las decisiones de inversión desde el ámbito del mercado al de la planificación
global de la economía, lo que supone transitar en una dirección diametralmente
opuesta a la que se sigue actualmente. Pero el problema que subsiste es el de
las perspectivas de éxito que esta alternativa ofrece, dada la disociación cada
vez más pronunciada que se constata entre los intereses del capital por una
parte y las aspiraciones de bienestar y progreso social por la otra, que
necesitan y buscan ser expresadas y sintetizadas como proyectos de desarrollo.
El fracaso
del modelo ISI ha puesto claramente de relieve los límites del capitalismo
periférico. Por tanto, la disyuntiva que se abre ahora es la de preservar el
capitalismo y aceptar la inviabilidad del desarrollo para la periferia, o
perseverar en ese objetivo, asumiendo que para ello es preciso superar los
estrechos límites que a esas posibilidades de desarrollo le impone el
funcionamiento del modo de producción capitalista en la periferia.
El alto
grado de desarrollo ya alcanzado por el proceso de mundialización de la
economía, plantea, sin embargo nuevos problemas. Evidencia lo ilusorio que
resulta el plantearse hoy como objetivo el desarrollo autónomo de un espacio
económico nacional cualquiera. En ese sentido cobra plena vigencia la sentencia
de Celso Furtado: ¡el desarrollo es un mito! Pero de aquí pueden derivar
conclusiones, y por lo tanto opciones, diametralmente opuestas. Una de ellas
sería considerar que, siendo ya inamovibles las fronteras que traza la división
internacional del trabajo la única chance es pugnar por convertirse en una
periferia altamente productiva y estrechamente integrada a los mercados de las
economías centrales, pagando para ello el precio exigido de una apertura total.
Esa es la opción que orienta las políticas económicas en el Chile actual.
Pero esa
opción pasa por alto el carácter de clase, dinámicas de desarrollo y
consecuencias previsibles del actual proceso de mundialización. La
contradicción histórica, consustancial a toda sociedad de clase pero exacerbada
hasta su grado máximo por el dominio alcanzado por el gran capital
transnacional, entre el carácter inherentemente social de la producción y el
carácter individual de la apropiación, está llegando hoy a su fase cúlmine a
escala planetaria. El resultado de esto comienza a dibujarse ya de un modo cada
vez más nítido ante nuestros ojos: a) por una parte un foso cada vez más
profundo se abre hoy entre sólo dos mundos: el de quienes aún pueden cobijarse
bajo el alero de los "ganadores" y el ampliamente mayoritario de los
"perdedores"; b) por otra, una competencia exacerbada entre los
"ganadores" por mantenerse en calidad de tales y que por ello lleva
en su seno los gérmenes de conflictos de magnitud y consecuencias
insospechadas; c) por último, y como parte indisoluble de esa loca carrera
hacia el "éxito", la creciente transformación de las fuerzas productivas
en fuerzas destructivas guiadas por un incontrolable impulso depredador.
En ese
cuadro no resulta en modo alguno indiferente el que al interior de los espacios
económicos nacionales los márgenes de autonomía disponibles puedan ser mayores
o menores. Más aún, esa diferencia puede resultar vital no sólo para las
condiciones de vida presente de las grandes mayorías sino también para las
perspectivas de sobrevivencia de la humanidad, las cuales se juegan en la
posibilidad de revertir las tendencias autodestructivas actualmente en curso y
superar la crisis civilizatoria que vivimos. En eso consiste, precisamente, el
gran desafío que encaramos: ser capaces de abrir camino a una “economía de la
solidaridad”, fundada en el respeto al ser humano y a la naturaleza, aún en el
difícil escenario que la mudialización capitalista plantea al logro de este
objetivo. Ello exige combinar el propósito de avanzar en esta dirección con una
disposición a encarar con pragmatismo los problemas.
En
consecuencia, el desafío consiste en revertir el curso individualista y
socialmente desintegrador que el capitalismo tardío le ha impreso hoy a la
actividad económica, trazando un nuevo rayado de cancha que cautele
efectivamente el interés de la sociedad, expresado en un conjunto de valores y
objetivos fundamentales. Ello supone modificar sustancialmente el curso de la
política económica:
a) regulando
los vínculos con el exterior para conjugar el desarrollo de las capacidades
exportadoras del país con el pleno empleo y desarrollo de su capacidad de
trabajo
b) regulando
los mercados de modo que a través de ellos se puedan satisfacer las necesidades
sociales básicas haciendo a la vez un uso eficiente de los recursos productivos
c) haciendo
que el Estado vuelva a asumir su responsabilidad social tanto como proveedor de
servicios básicos (educación, salud, previsión y vivienda) como en la
planificación democrática de nuestro desarrollo económico
No se trata
por tanto de sofocar sino más bien de encauzar el interés e iniciativa
individual de modo que pueda desarrollarse en clara armonía con el interés de
la comunidad. Pero ese es también el límite de su legitimidad. Ello supone
avanzar hacia un sistema económico sustentado en un régimen de propiedad mixto,
que combine la propiedad y gestión social sobre los recursos y actividades
productivas estratégicas con la propiedad y gestión privada, individual y
colectiva, sobre el resto de las actividades económicas.
Tampoco se trata de confinar la actividad económica del país a una situación de virtual enclaustramiento, sino de desarrollar las vinculaciones externas en clara correspondencia con el interés de la nación. Implica avanzar, por tanto, hacia una economía que al mismo tiempo que cautela la dignidad del trabajador, recompensando equitativamente su esfuerzo, y desarrolla una relación amigable con el medioambiente, necesita esforzarse también por ser competitiva en sus vínculos con el exterior, al menos mientras persista un orden económico mundial como el actualmente imperante.
El
principal desafío consiste entonces en lograr que los criterios de racionalidad
económica existentes puedan ser efectivamente conjugados de un modo distinto,
encuadrando las consideraciones costo-beneficio formuladas a nivel
microeconómico en un marco de opciones que sea plenamente compatible con las
consideraciones costo-efectividad que se estimen pertinentes a nivel
macrosocial. Como tantas veces se ha dicho, no es el ser humano el que debe
estar al servicio de la economía sino ésta la que debe servir al ser humano
para dignificar su vida y ayudarle a alcanzar su más plena realización.
CONCLUSIONES
Cabría, a modo de resumen, exponer en forma de tesis las principales
conclusiones:
- La economía de Chile
entró y salió del siglo XX como parte de la periferia del sistema
capitalista mundial y, a pesar de los importantes logros que el proceso de
modernización experimentado ha llevado aparejado en todos los planos, es
altamente improbable que pueda alguna vez lograr modificar su estatus en
el marco de ese sistema cuyas tendencias de desarrollo no hacen más que
reforzar constantemente las líneas de la división internacional del
trabajo existente entre sus áreas centrales y periféricas.
- Esa convicción,
fuertemente arraigada en las clases dominantes, sirve de base al rumbo
tomado por la economía chilena a partir del último cuarto del siglo XX. El
objetivo estratégico que orienta ahora las políticas económicas no es el
del desarrollo autónomo sino el de lograr y consolidar, en el marco de la
economía capitalista mundial, el estatus de periferia desarrollada
principalmente sobre la base de actividades primarias y de servicios
altamente productivos y demandados por los centros industriales y
financieros.
- Sin embargo, más allá
de la vulnerabilidad inherente a dicha estrategia, el nuevo siglo que se
inicia nos enfrenta al problema mayor de que las contradicciones del
propio escenario en el que se intenta tal inserción, lejos de sustentar
una perspectiva promisoria para las condiciones de vida a que
legítimamente aspiran todos los habitantes del planeta, están arrastrando
a la humanidad en su conjunto a una muy profunda crisis civilizatoria, que
incluso pone cada vez más en cuestión la propia supervivencia del género
humano.
- Se requiere, entonces,
de un nuevo proyecto de sociedad, de un Nuevo Orden Económico y Político
Internacional que, apoyado en formas de organización y acción fundadas en
criterios de racionalidad claramente diferentes a los actuales,
sustituyendo al afán de lucro y la competencia despiadada en torno a ese
objetivo por un esfuerzo mancomunado, dirigido a brindar efectiva
satisfacción a las necesidades humanas en base a relaciones de solidaridad
y justicia, permita asegurar una vida digna, confortable y segura para
todos.
- La posibilidad de
ofrecer una resistencia efectiva a las tendencias autodestructivas
actualmente en curso pasa por recomponer las diversas formas de conciencia
y voluntad colectiva, susceptibles de plasmarse en organización y
movilización social y política, buscando trascender los particularismos
hasta remontarse por sobre las fronteras para tender a la constitución de
acciones concertadas entre naciones que viven y sufren hoy similares
problemas de exclusión, explotación y pobreza.
- El gran objetivo hacia
el cual ha de apuntar la acción política es el de hacer socialmente
gobernable la economía, es decir democratizarla, de modo tal que ella
pueda ser clara y efectivamente encauzada hacia el logro y realización del
bien común. Ello significa que, al contrario de lo que se suele reclamarse
desde las actuales microesferas del poder, es necesario politizar las
decisiones económicas, poniendo las consideraciones técnicas al servicio
de fines y objetivos sociales explícitamente reconocidos.
NOTAS
* Ponencia
presentada en el Seminario “La Historia Económica de América Latina en el Siglo
XX”, realizado los días 21 y 22 de septiembre de 2005 en la División de
Posgrado de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM)
[1] Para utilizar la expresión con que Encina se refirió a ella en su conocido ensayo de 1911
[2] Otra estimación realizada recientemente en base a pesos de 1995 (Braun et.al., 2000) arroja resultados bastante parecidos
[3] Junto a México, Brasil, Argentina, Uruguay y Colombia. Utilizando como fuente el libro de Ricardo Lagos La industria en Chile: antecedentes estructurales, Instituto de Economía, Universidad de Chile, 1966, sostiene que la industrialización chilena se inicia en el último cuarto del siglo XIX. Sin embargo, en rigor este proceso es más antiguo ya que comienza algunas décadas antes, a mediados del siglo XIX.
[5] De las numerosas masacres con que la clase dominante responderá a las demandas de los trabajadores a lo largo y ancho del país, sobresale por su envergadura y la absoluta falta de escrúpulos de sus autores la que en diciembre de 1907 tiene lugar en la Escuela Santa María de Iquique donde fuerzas del ejército y la marina disparan sobre una multitud de hombres, mujeres y niños dejando un saldo de más de dos mil personas muertas.
[6] Con las reservas del caso, la única excepción de importancia que podría invocarse es quizás la de Corea, que por ese solo hecho amerita un estudio en profundidad.
[7] Según datos de la CORA, ese año se expropiaron un total de 1.379 predios, en tanto que durante todo el gobierno de Frei esa cifra llegó a 1.408 (Bitar, 1995:87)
[8] Hernán Büchi (1992:23), ex ministro de hacienda de Pinochet, lo reconoce por lo demás en forma explícita: "... lo que hay que tener en cuenta es que se está en un proceso en el cual el Estado es tremendamente fuerte y considerar que al privatizar se está creando un sector privado ... En nuestro país existía la convicción de que había un sector privado que podía comprar, pero la verdad es que también se requería crearlo ... a través de políticas tributarias, a través de la reforma de pensiones, capitalismo popular, capitalismo laboral, etc. ... Para poder crear este espacio al sector privado el fisco redujo su tamaño de gasto fiscal del 30% del producto al 20% entre los años 1984-89, lo que dio un acomodo a la reforma previsional de dos puntos, dio acomodo a una reforma tributaria también de dos puntos; en consecuencia, cuatro puntos de capitalización para el sector privado. Las empresas que se privatizaron significaron más o menos un 10% del producto"
[9] Según la información oficial proporcionada por las autoridades de la CORFO de aquellos años, entre 1973 y 1978 se devolvieron a sus dueños 350 empresas requisadas o intervenidas durante el gobierno de la UP. A ello hay que añadir la venta realizada por parte de la CORFO entre 1975 y 1982 de derechos o acciones en 135 sociedades (en 91 de ellas, mayoritarios), la transferencia al sector privado de su participación en 16 Bancos Comerciales, la venta de más de 600 plantas agroindustriales, bienes y pertenencias mineras y más de 3.000 operaciones de venta de bienes muebles. Posteriormente, durante el período 1985-1989 se privatizaron total o parcialmente 32 grandes empresas de propiedad de la CORFO. Un estudio posterior confirmó la existencia de numerosas irregularidades en estas operaciones las que implicaron para el Estado una pérdida patrimonial superior a los 200 millones de dólares en cifras actualizadas a diciembre de 1989, sin considerar las deudas pendientes que ascienden a más de 1.700 millones de dólares (Abeliuk, 1992:124-126)
[10] Hay que señalar, sin embargo, que este cambio lleva asociado un fenómeno muy significativo al que la información oficial apenas presta atención: la explosiva expansión de las actividades informales, expresivas de un masivo desempleo encubierto de la fuerza de trabajo. Es posible adivinar la magnitud aproximada de este fenómeno considerando las variaciones registradas en las cifras porcentuales del empleo sectorial y teniendo presente al mismo tiempo la fuerte concentración experimentada por las actividades más dinámicas que hacen parte de estos mismos sectores. Lo más llamativo de tales cifras es que, junto al notorio declive de la actividad industrial, permiten constatar también el importante aumento experimentado por actividades como el comercio y los servicios. Como es obvio, este fenómeno no guarda relación, como en los países del centro, con un mejoramiento de la calidad de vida de la población sino, por el contrario, con la proliferación de estrategias de sobrevivencia por parte de aquellos que se ven excluidos de los sectores más modernos y dinámicos de la economía.
[11] Hay que destacar que gracias a sus bajos costos de producción, las empresas de celulosa que operan en Chile se cuentan entre las más competitivas del mundo. Existe además un alto grado de concentración en el sector puesto que una sola empresa responde por más de la cuarta parte de las exportaciones y las cuatro mayores suman el 50%: Celulosa Arauco y Constitución (26,23), Celulosa del Pacífico (10,46), Forestal e Industrial Santa Fe (7,12) y la Cía. Manufacturera de Papeles y Cartones (5,51). Un examen más pormenorizado de la situación del sector en Quiroga y Van Hauwermeiren (1996:61-75)
[12] El ex Director de "El Mercurio" Arturo Fontaine (1988:125-128) ofrece un sugestivo relato de las disputas generadas al interior del régimen militar en torno a este punto
[13] Un examen pormenorizado de este punto en el primer capítulo del estudio sobre el desarrollo minero de Agacino, González y Rojas (1998:31-48)
[14] El argumento esgrimido por Hernán Büchi (1992) en el sentido de que el sistema tributario está concebido para desincentivar el consumo e incentivar el ahorro (identificando ahorro con ahorro privado) es falaz por dos razones: 1) porque más allá de cierto límite las familias de altos ingresos no pueden incrementar su consumo y se hallan por tanto obligadas a ahorrar e invertir, sean los "estímulos" tributarios grandes o pequeños; 2) porque un incremento de la recaudación tributaria del Fisco no equivale necesariamente a un incremento del consumo ya que el Estado también puede canalizar esos mayores recursos hacia la inversión.
[15] Cabe recordar que a partir de 1985 el Banco Mundial se suma al FMI para poner en marcha en toda América Latina las llamadas políticas de "ajuste estructural" que implican un fuerte impulso a las privatizaciones y a las operaciones de conversión de la deuda externa, todo lo cual contribuye muy significativamente a acrecentar la presencia y poder del capital extranjero en la región
[16] Salvo que el desarrollo de la industrialización haya ido ya lo suficientemente lejos como para estar en condiciones de sustituir exportaciones y competir en el mercado externo, situación en la que aquél podría independizarse de su sujeción al mercado interno y revertirse en contra de sus propios trabajadores.
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Como citar este artículo:
Gonzalorena, Jorge (2005)
"Transformaciones de la economía chilena en el siglo XX", Ciclos
en la historia, la economía y la sociedad, Año XV, Vol. XV, N°30, Instituto
de Investigaciones de Historia Económica y Social, Facultad de Ciencias
Económicas, Universidad de Buenos Aires (UBA)
[ http://bibliotecadigital.econ.uba.ar/download/ciclos/ciclos_v15_n30_04.pdf ]