NOTAS SOBRE EL DEBATE EN TORNO AL DESARROLLO ECONÓMICO EN EL TERCER CUARTO DEL SIGLO XX
Introducción
En los programas de estudio de las escuelas de economía de América Latina no se suele contemplar hoy la presencia de cátedras destinadas a abordar la problemática del desarrollo económico o, cuando ello ocurre, no se considera que este sea un eje articulador de los estudios de economía en la región. En tal sentido resulta llamativo que se preste mayor atención a esta problemática en los centros universitarios del mundo desarrollado que en los del mundo “en desarrollo”. Se trata, sin duda, de algo paradojal puesto que la gran vulnerabilidad que a lo largo de toda su historia han exhibido las economías de la región se halla aún lejos de haber sido superada. De allí que la actualidad e importancia de un abordaje científico de esta problemática para el presente y futuro de las sociedades latinoamericanas debiese ser algo indiscutible, que nos enfrenta de un modo directo a importantes desafíos en los más diversos planos: existencial, político, ético, social, económico.
El que esta problemática
haya tendido a desaparecer de nuestras aulas universitarias se explica entonces
no porque la realidad de las economías de la región haya vuelto obsoletas las
preguntas que la motivaron en el pasado sino más bien porque, en el escenario
político e ideológico de marcado tinte conservador que se impone en el mundo
capitalista a partir de la segunda mitad de los años setenta, el “colegio
invisible” de la profesión, en clara y estrecha sintonía con ese giro
conservador, ha tenido por lo general el poder suficiente para silenciar y
apartar a las voces disidentes. Se dio así por clausurado el rico debate sobre
las causas del subdesarrollo y las posibles estrategias para superarlo que se
desplegó en forma intensa durante el tercer cuarto del siglo XX,
particularmente en nuestro continente. Pero las realidades sociales, más aún
cuando llevan a configurar problemáticas tan trascendentes como las del
desarrollo y subdesarrollo económico, no pueden ser indefinidamente
escamoteadas.
De allí que no resulte
sorprendente que en el discurso inaugural de su mandato el Presidente Lagos,
buscando hacerse eco de una aspiración profundamente arraigada en el “espíritu
del pueblo”, señalara que el gran objetivo de su gobierno sería impulsar el
fortalecimiento de la economía chilena de modo que el país pudiese alcanzar la
anhelada meta del desarrollo para el bicentenario de su independencia. Pero es
claro que estamos aún muy lejos de ese objetivo y es también del todo evidente
que, a pesar del optimismo presidencial, lo seguiremos estando para el
bicentenario. Por ello resulta no solo pertinente sino además imperativo y
urgente reabrir aquél debate sobre las causas del subdesarrollo de nuestras
economías y el modo en que, con alguna probabilidad de éxito, podemos intentar
superarlo. La realidad de la creciente mundialización de la economía lleva hoy
incluso a preguntarse si es que en realidad existe una “estrategia de
desarrollo” efectivamente viable para países como el nuestro.
Sin embargo, no es sólo
la vieja y legítima aspiración al desarrollo lo que torna necesaria la
reapertura de ese debate. Mucho más grave aún son las amenazas globales que
penden sobre nosotros y que continúan emergiendo con creciente fuerza desde el
propio seno de la economía capitalista mundial. Vivimos en un mundo signado por
dinámicas económicas y sociales contradictorias que, al tiempo que muestran las
inmensas posibilidades de autorrealización que el creciente dominio de las
técnicas abre hoy al ser humano, conllevan nuevas formas de segregación social
y comportan en relación con la naturaleza claras y poderosas tendencias
autodestructivas. Todo ello conduce inexorablemente a una cada vez más profunda
crisis civilizatoria. Basta recordar la sombría descripción de la realidad
planetaria hecha por el actual Secretario General de la ONU en su informe ante
la “cumbre del milenio”.
En este contexto
sobresale la importancia del debate desarrollado en el seno de las ciencias
sociales durante el tercer cuarto del siglo XX. Asumiendo directamente como
objeto preferente de estudio la realidad del “subdesarrollo” y el conjunto de
interrogantes que plantea ante nosotros, se delinean allí claras líneas de
demarcación en el plano del pensamiento y de la acción, es decir en el plano
teórico y político, perfilándose con claridad distintas visiones sobre el
problema y sus implicancias. Resulta evidente que, más allá de los cambios
ocurridos en el mundo desde el último cuarto del siglo XX hacia delante, tales
alineamientos teóricos y políticos siguen conservando una vigencia esencial y
sirven de referente para una reflexión profunda sobre tales problemas en el
momento histórico actual.
De allí que nos parezca
oportuno pasar revista, aunque sólo sea en forma muy somera, a ese debate, como
punto de partida para una reflexión actualizada sobre la problemática del
desarrollo económico. En consecuencia, el objetivo de este artículo, como paso
inicial de una investigación más ambiciosa, es hacer un breve recuento de los
principales ejes del debate sobre el desarrollo económico que tuvo lugar en el
tercer cuarto del siglo pasado, intentando esbozar además algunas observaciones
críticas sobre ciertos aspectos relevantes del mismo. Lo haremos considerando,
en primer lugar, sus antecedentes en la teoría económica nacida en los países
del centro (no en forma exhaustiva ya que no se aludirá a corrientes que
desempeñaron un importante papel en la configuración del mundo contemporáneo,
como es el caso de la Escuela Histórica Alemana) y, en segundo lugar, algunos
de los rasgos distintivos de cada uno de los grandes campos en disputa que es
posible visualizar en este debate: el paradigma de la modernización, el
estructuralismo de la CEPAL y la escuela marxista de la dependencia.
Las primeras aproximaciones a la problemática del desarrollo
Los problemas del crecimiento económico constituyeron el
eje en torno al cual nació y se desarrolló la teoría económica clásica. Esta
última surge en la época en que se hallan en vías de constitución los modernos
Estados-nación, en el contexto de un escenario geopolítico fuertemente marcado
por agudos y permanentes conflictos. Por consiguiente, cada Estado se esfuerza
por incrementar su poderío para poder hacer frente de mejor manera a las
amenazas procedentes de ese entorno. El problema económico que se plantea es, entonces,
cómo actuar para incrementar el poderío o “riqueza de la nación”. Y si la
realidad económica de esta última es el objeto central de esa reflexión, es
natural entonces que lo que resulta de ella comience a ser conocido con la
denominación de “economía política”.
Como sabemos, a diferencia de lo postulado por las
corrientes de pensamiento económico precedentes, para Smith no será ya el
comercio ni la agricultura la fuente principal de esa riqueza, sino el
incremento de la productividad, la que su vez aparece como un resultado del
grado de desarrollo alcanzado por la división del trabajo y el tamaño de los
mercados a disposición de los productores. El incremento de la productividad
lleva a su vez a la generación de un mayor excedente económico, el que a su
turno permite aumentar la inversión y expandir el producto, lo que, en el marco
de la emergente economía capitalista de la época, cierra el “círculo virtuoso”
de la acumulación de capital. Así, en claro contraste con la
estática visión suma-cero sobre la distribución del poder prevaleciente entre
los mercantilistas, Smith advierte e incorpora al cuadro el creciente dinamismo
de la economía moderna.
No obstante, las perspectivas a largo plazo se
visualizaban bastante sombrías: a medida que la acumulación creciera y el
capital se fuese irradiando al conjunto de la economía irían disminuyendo
inexorablemente también los campos de inversión más rentables y se
intensificaría la competencia entre los capitalistas, lo cual haría descender
la tasa de ganancia hasta llevar finalmente a la economía en su conjunto a un
“estado estacionario”. En el marco de esa misma convicción sobre la
inevitabilidad de un “estado estacionario”, Malthus incorpora posteriormente al
cuadro, pero apoyado exclusivamente en un razonamiento lógico, la variable
demográfica, destacando el movimiento cíclico que cabía esperar de la relación
entre el nivel de los salarios, el crecimiento de la población y la producción
de alimentos.
Ricardo por su parte, apoyándose en un método similar al
de Malthus y que tenderá a imponerse desde entonces con fuerza creciente en el
seno de esta disciplina, pone mayor interés en el examen de la distribución del
producto entre las diversas clases sociales y su repercusión sobre el
crecimiento económico. Considerando que la acumulación de capital constituye el
eje y motor del crecimiento económico, resultaba importante garantizar que la
mayor parte posible del excedente producido se tradujese efectivamente en
ganancias para los capitalistas y a través de ellos en inversión y mayor
crecimiento. Si, en cambio, una porción significativa del excedente quedaba en
manos de los trabajadores o de los terratenientes, vía mayores salarios y/o
mayores rentas, la amenaza de que la economía llegase rápidamente a encontrarse
en un “estado estacionario” se convertiría en una trágica realidad.
De allí que Ricardo abogase tan intensamente por la
abolición del proteccionismo agrícola -que al mantener elevados los precios de
los productos agrícolas, asegurando altas rentas a los terratenientes, elevaba
los costos salariales y reducía los beneficios potenciales de los capitalistas-
y se mostrara tan fervientemente partidario de la libre importación de
alimentos. Su alegato a favor de la libertad de comercio encuentra apoyo en su
teoría de las “ventajas comparativas” que predice grandes beneficios para todas
las economías que, en lugar de pretender producir todo lo que necesitan por sí
mismas, opten por especializarse en producir y exportar aquello en que son más
eficientes e importar a cambio aquellos bienes que les resulta más oneroso
producir.
Como se sabe, Ricardo
apoya su razonamiento en un simple modelo que considera solo dos países y dos
productos cuyas magnitudes aparecen computadas en horas/hombre de trabajo.
Después de las respectivas especializaciones, el resultado señalado por Ricardo
es que ambos países (Portugal e Inglaterra en el ejemplo que utiliza) producen
las dos mercancías en sólo 360 horas/hombre en lugar de las 390 que se
requerían antes de la especialización.
|
Antes de la especialización |
Después de la especialización |
||||
|
Vino |
Paño |
Total |
Vino |
Paño |
Total |
Portugal |
80 |
90 |
170 |
160 |
-- |
160 |
Inglaterra |
120 |
100 |
220 |
-- |
200 |
200 |
Total |
|
|
390 |
|
|
360 |
Ricardo no indica en qué proporción ambos países se reparten esa ganancia de 30 horas obtenida de la especialización y el intercambio, pero si suponemos que una unidad de vino habrá de intercambiarse por una unidad de paño ello equivaldría a decir que Portugal gana 10 horas e Inglaterra 20. En todo caso no es indispensable que los términos del intercambio sean exactamente esos. Lo que sí resultaría necesario es que, por mediación de los precios relativos de ambos productos, el intercambio se realizase dentro de ciertos límites:
1
vino = 8/9 paño = 0,88
1
vino =
12/10 paño = 1,20
En ese rango de variación
ninguno de los dos países podría perder con el libre comercio. Pero en el caso
de que la unidad de vino se cambiase por 0,88 de la unidad de paño, Inglaterra
recogería todo el beneficio. En el límite opuesto del rango antes señalado, es
decir si la unidad de vino se cambiase por 1,20 de la unidad de paño, sería
Portugal el que acapararía todo el beneficio. En todas las tasas intermedias el
beneficio se distribuiría en alguna proporción entre los dos países, es decir
ambos saldrían ganando con la especialización y el libre comercio.
En los términos de este
ejemplo podría parecer que el óptimo absoluto sería que los ingleses se
trasladasen con sus capitales a Portugal para producir allí tanto el vino como
el paño, con lo que sólo bastarían 340 horas/hombre para alcanzar la producción
total. Pero ese óptimo absoluto no es posible en el modelo de Ricardo ya que
éste parte del supuesto de la inmovilidad de los factores impuesta por las
fronteras de los Estados nacionales.
Esto pone de relieve otro
aspecto del razonamiento de Ricardo que ha sido por lo general mal comprendido.
En su ejemplo Portugal exhibe claras ventajas absolutas sobre Inglaterra en la
producción de ambos bienes. Por tanto, el alegato a favor de la especialización
no “compara” la productividad sectorial de una y otra economía sino de uno y
otro sector al interior de una misma economía. En su propio espacio económico,
Portugal es más eficiente en producir vino que paño en tanto que, inversamente,
Inglaterra lo es en producir paño que vino.
Además, Ricardo reconoce
de modo explícito que, a diferencia de lo que acontece al interior de una
economía, en el marco del comercio internacional es perfectamente posible que
las transacciones, que en el plano de los precios de mercado necesariamente
suponen un intercambio de magnitudes equivalentes entre los suministros y los
pagos que se efectúan, en términos de valor impliquen, sin embargo, magnitudes
desiguales de trabajo entre las partes.[1]
Desde
una óptica epistemológica y sociológica radicalmente distinta, y como parte de
su interés por el estudio de las relaciones sociales colectivas, Marx centra
también su mirada en el proceso de acumulación de capital, fuertemente
impulsado por la incesante competencia entre las distintas empresas
capitalistas y el consecuente incremento de la productividad del trabajo a
través del cual todas ellas buscan mejorar su posición competitiva frente a las
demás y contrarrestar la caída tendencial de la tasa de ganancia asociada a una
cada vez mayor composición orgánica del capital.
Marx
observa que este proceso comporta al menos dos aspectos: exhibe por una parte
un carácter cíclico, alternando periodos de auge con periodos de crisis
económica, debido fundamentalmente al carácter anárquico de la dinámica
mercantil expresada en el desacople operado entre las decisiones de inversión y
las condiciones del mercado, las cuales sólo serán conocidas ex-post por los
empresarios capitalistas que intentan realizar en él sus expectativas de
ganancia; conduce por otra, precisamente a través de sus crisis recurrentes que
operan como mecanismo de ajuste, a crecientes grados de concentración y centralización
del capital, imponiendo la creciente hegemonía de los grandes
capitales sobre los pequeños.
De
este modo, la cada vez mayor polarización económica y social tiene su origen en
las tendencias de desarrollo que van cobrando forma en el propio proceso productivo,
tanto en la explotación del trabajo asalariado por el capital, trabajo que para
Marx constituye la única y verdadera fuente de la riqueza social producida,
como en el desplazamiento, subordinación, y en muchos casos eliminación, de los
productores más débiles, sea que operen dentro o fuera del modo de producción
capitalista. Son las consecuencias de tales procesos las que se expresan
posteriormente en el plano de los intercambios mercantiles, permitiendo por una
parte la valorización del capital a expensas del trabajo asalariado y por la
otra la mayor rentabilidad y creciente predominio de los sectores más
productivos respecto de los menos productivos.
Evidentemente,
este fenómeno no opera solamente al interior de las “economías nacionales” sino
que, a través del mercado mundial, va poco a poco extendiendo sus efectos sobre
la totalidad del planeta. Sin embargo, si bien Marx incorpora también al cuadro
el fenómeno del colonialismo, es decir de las relaciones de dominio y
subordinación que se van articulando, en el marco de un mismo sistema económico
mundial, entre los diversos países y territorios que comienzan a formar parte
de él, y es plenamente conciente de las relaciones de explotación que se dan
también en este plano, parece concebirlo como un mal necesario para la
superación de los ya anacrónicos modos de producción precapitalistas.[2]
En
consecuencia, hasta aquí no se advierte aún entre los diversos autores
señalados una clara toma de conciencia con respecto al fenómeno del
subdesarrollo propiamente tal o, en el caso de Marx, de la real magnitud de las
consecuencias que conlleva el desarrollo desigual del capitalismo a escala
mundial. A lo más se aprecia en general
un cierto interés teórico por aquellos procesos y realidades que intentan ser
captados a partir de la dicotomía conceptual que se establece entre “sociedad
tradicional” y “sociedad moderna”, las que aparecen como mera expresión del
“rezago” de las unas respecto de las otras.
No
obstante, a la luz de las desigualdades cada vez mayores que van siendo
engendradas por la concentración y centralización internacional del capital, y
sin que necesariamente existan vínculos de dominio propiamente colonial, otros
autores, especialmente en el marco de la tradición de pensamiento económico fundada
por Marx -que se desarrolla en forma vigorosa pero excluida de los medios
académicos establecidos- advertirán y examinarán posteriormente, por vez
primera, el fenómeno mayor del imperialismo[3] y el
carácter contradictorio de sus efectos.
En
efecto, el dinámico proceso de acumulación de capital desatado a partir de la
revolución industrial rebasa rápidamente los estrechos límites de los Estados
nacionales que lo cobijan. El capital industrial y financiero de la metrópoli
se ve entonces compelido a extender su radio de acción más allá de sus
fronteras, orientándose sobre todo a lograr un efectivo control sobre las
principales fuentes de abastecimiento de materias primas y de alimentos, y
contando para ello con el activo respaldo político y militar de sus propios
Estados.
De
ese modo, al tiempo que la presencia directa del capital imperialista
contribuye a difundir los modos de vida modernos de la sociedad industrial en
los países coloniales y semicoloniales, al hacerlo no solo comienza a destruir
las formas de producción tradicionales sino que fija también un conjunto de
condicionamientos, sobre todo económicos, que finalmente impedirán que éstos
puedan lograr un desarrollo autónomo y pleno de las fuerzas productivas.
Paralelamente, el predominio alcanzado a partir de los
años 70 del siglo XIX en los medios académicos por las corrientes de
pensamiento económico neoclásico, hasta por lo menos la década de los años 30 del siglo XX, desplaza
completamente los focos de interés de la teoría económica convencional
dominante en los medios académicos hacia problemas de naturaleza exclusivamente
microeconómica. La confianza ciega en un desarrollo espontáneo de las fuerzas
productivas en el marco de una economía impulsada y regulada exclusivamente por
el interés privado, hizo que se dejara de prestar atención al examen de
fenómenos que trascendiesen el estrecho ámbito de las supuestas preferencias de
mercado de los agentes individuales (empresas y consumidores).
A partir de entonces se excluyen completamente del
cuadro no solo el estudio de las relaciones sociales colectivas, tanto a nivel
de clase como de nación, y de su incidencia sobre el curso de los
acontecimientos económicos, aspectos que como hemos visto se hallan claramente
presentes y revisten una importancia decisiva en los autores clásicos, sino que
desaparece también la problemática misma del desarrollo económico en su real
especificidad, inaugurando así un largo paréntesis en relación a este tema en
los medios académicos.
Solo con la profunda y prolongada crisis del capitalismo
de los años de entreguerras los temas macroeconómicos recuperan, aunque esta
vez en el más estrecho marco analítico de la llamada “revolución keynesiana”,
parte de la importancia que la teoría económica les había reconocido en sus
inicios. La creciente inestabilidad social y política que se vive en Europa
durante estos años, extendida luego al resto del mundo, y, tras la segunda
guerra, el virulento recrudecimiento de la confrontación este-oeste, genera una
honda preocupación en los círculos gubernamentales de occidente por las
eventuales repercusiones políticas que esta situación podría acarrear y los
lleva a interesarse por el diseño e implementación de una política estatal más
activa en materia económica y social.
Una preocupación similar se produce en estos mismos
círculos ante la creciente efervescencia social y política que se registra en
sus antiguos dominios coloniales y cuya fuerza explosiva se va a manifestar de
un modo particularmente claro con la independencia de la India y el triunfo de
una revolución anticapitalista en China. Tales acontecimientos obligan a los
gobiernos y a los círculos académicos y empresariales de occidente a
interesarse por los problemas del desarrollo económico en las vastas regiones
del planeta que, en el lenguaje de los estrategas de la confrontación
este-oeste, van a comenzar a ser reconocidas con el apelativo de "tercer
mundo".
A partir de entonces, la problemática del desarrollo y
subdesarrollo pasó a ocupar un lugar destacado en el trabajo de investigación
socioeconómica y en el debate académico en todo el mundo, situación que se
prolongó hasta mediados de la década de los años setenta. Si bien en el
abordaje de esta problemática se va perfilando poco a poco una muy amplia
variedad de enfoques, por lo general
todos ellos se desarrollan en el marco teórico y conceptual -o son al menos
fuertemente tributarios-, de las principales tradiciones del pensamiento
económico precedente. No obstante, es posible advertir también una paulatina
evolución en la comprensión del fenómeno de modo que se articulan visiones
crecientemente comprensivas del mismo.
De allí que para fines de sencillez y concisión
expositiva resulte legítimo hacer un primer esfuerzo de clasificación apelando
a las tres visiones o “paradigmas” principales que resultan claramente
identificables al examinar el debate de posguerra sobre el desarrollo y
subdesarrollo económico: el paradigma de la modernización, que se sostiene
principalmente en la “síntesis neoclásico-keynesiana” dominante, el enfoque
estructuralista, plasmado en torno a las posiciones originales de la CEPAL y
las versiones más radicales de la teoría de la dependencia, las cuales
entroncan básicamente con la tradición teórica del marxismo.
El paradigma de la modernización: el subdesarrollo como atraso
Reeditando las concepciones originales del pensamiento
económico y social moderno, las primeras visiones que se configuran en los
círculos académicos acerca de la problemática específica del desarrollo
económico del “tercer mundo” identifican sin más trámite al subdesarrollo con
el atraso, el tradicionalismo y la pobreza. La idea es simple: mientras algunos
países se modernizan, industrializándose y progresando a un ritmo cada vez más
acelerado, los países subdesarrollados simplemente se han quedado anclados en
las formas de existencia tradicionales, características de un pasado
precapitalista.
Además, cuando estos últimos llegan a cobrar conciencia
de la desventajosa situación en que se encuentran e intentan poner a sus economías
en movimiento, sus esfuerzos se ven en gran medida frustrados debido a que su
bajo nivel de ingresos les impide alcanzar una tasa de ahorro suficientemente
alta como para financiar las inversiones requeridas, lo que estanca la
productividad del trabajo, y con ello los ingresos. Se cierra así un funesto
"círculo vicioso de la pobreza" que mantiene a estos países en una
situación de atraso y estancamiento permanentes.
El desarrollo económico es equiparado así a un proceso
de gradual y creciente modernización productiva, basado y centrado en la
industrialización, pero que se irradia y arrastra también a los demás sectores
de la economía. La modernización del aparato productivo se traduce en un
crecimiento sostenido del producto que por sí mismo termina a su vez elevando
inevitablemente las condiciones de vida de la población, tal como se puede
observar en aquellos países que ya han experimentado este proceso.
En el marco de esta perspectiva, y en consonancia con la
primacía alcanzada en el periodo de posguerra por el razonamiento matemático en
el seno de la “mainstream” del pensamiento económico, se suele prestar una
privilegiada atención a la elaboración de “modelos de crecimiento económico”,
entre los que cabe destacar como más ampliamente conocidos los de Harrod-Domar
y el de Solow. Más allá de las diferencias que separan a unos de otros, un
rasgo común a quienes se dan a la tarea de elaborarlos es su confianza en la
posibilidad y conveniencia de determinar por vía matemática las condiciones
ideales requeridas para que un gradual incremento de los factores pueda
conducir a un crecimiento predecible, equilibrado y sostenido del producto.
Sin embargo, dado el carácter exclusivamente formal de
este tipo de razonamientos y la imposibilidad de que en ellos se pueda tomar
debidamente en cuenta, y menos aún predecir en forma satisfactoria, el
comportamiento e impacto de un sinnúmero de variables claves que operan en la
realidad, como lo son, por ejemplo, las relaciones de poder imperantes en la
sociedad, normalmente expresadas en su entramado jurídico-político y en los
condicionamientos que ellas imponen en el plano de la acción social, tales
modelos se evidencian con bastante rapidez como un ejercicio bastante estéril.
Lo que la naturaleza del problema reclama para sustentar
una acción política encaminada a superarlo es una mirada mucho más profunda y
comprensiva, necesariamente histórica y global, que sea capaz de captar en sus
reales dimensiones la complejidad del fenómeno que se examina. En consecuencia,
no es de extrañar que la pertinencia y utilidad de tales “modelos de
crecimiento” haya comenzado a ser tempranamente cuestionada, incluso en el seno
del propio pensamiento económico convencional, mediante el desarrollo de
análisis y la formulación de propuestas de acción más globales.
Algunos autores, como
Rosenstein-Rodan, enfrentados al propósito de idear una estrategia de
desarrollo económico que fuese funcional a los intereses del mundo capitalista
en los inicios de la guerra fría, enfatizan el rol clave de la
industrialización, pero advirtiendo la necesidad de que el Estado se involucre
activamente en el impulso inicial (teoría del “Big Push”) y el encauzamiento de
este proceso. Ello principalmente debido a que la estrechez de los mercados en
las regiones subdesarrolladas no permitía hacer atractiva la inversión para los
agentes privados. Además era preciso asegurar la complementariedad de los
esfuerzos que se colocan en los diversos sectores de la producción y apreciar
los resultados desde una perspectiva social para asegurar un “crecimiento
balanceado”.
Luego otros autores, como
Nurske, intentarán ampliar esa perspectiva argumentando que el tipo de
coordinación necesaria para alcanzar un “crecimiento balanceado” puede lograrse
también entre los agentes privados, enfatizando que los desarrollos del sector
industrial y del sector agrícola necesitan ser balanceados para evitar que se
generen “cuellos de botella”. La misma idea se hace presente en enfoques de carácter más estructural, como por ejemplo el
de W.A. Lewis. Este advierte que el subdesarrollo, tal como es dable observarlo
en muchos países, no es simplemente la expresión de un atraso generalizado,
postulando en cambio la existencia de un “dualismo económico estructural”.
Según este enfoque, en muchos de ellos se constata la coexistencia de un sector
moderno y dinámico pero con escasos eslabonamientos hacia el resto de la
economía, orientado exclusivamente a la exportación, y un sector tradicional
mayoritario, configurado básicamente como una economía de subsistencia.
A.
Hirshman en cambio postula como mucho más realista una estrategia de “crecimiento
desequilibrado” ya que el efecto del impulso que se de a la actividad de alguno
de los sectores productivos sobre el conjunto de la economía dependerá de la
cantidad e importancia de los eslabonamientos hacia atrás y hacia delante que
él posea. No todos los esfuerzos que se lleven a cabo serán entonces igualmente
provechosos. En este sentido, un sector clave de la economía por sus efectos de
arrastre es, por ejemplo, el de la construcción. En consecuencia, tan
importante como las conexiones intersectoriales globales es en definitiva el feedback
sobre el mismo sector, es decir, la capacidad del mismo de retroalimentar
sus efectos positivos (o negativos) y de derramarlos luego sobre el resto de la
economía.
Esos primeros abordajes orientados a identificar y
remover los obstáculos que en términos prácticos plantea el fenómeno del
subdesarrollo comienzan a poner ya de relieve las complejidades del problema,
insinuando lo que posteriormente será reconocido en el lenguaje teórico de esta
subdisciplina como la “heterogeneidad estructural”[4] de los
países subdesarrollados. Pero sobre todo, se advierte también la necesidad de
tomar en cuenta, además de la dimensión propiamente económica, otros aspectos
de la vida social, preparándose con ello el terreno para avanzar hacia un
abordaje multidisciplinario de esta problemática. Entre tales
“factores” cabe mencionar:
a) Los de carácter demográfico: el rápido descenso que
conocen las tasas de mortalidad a la vez que se mantienen altas las de
natalidad originan la llamada "explosión demográfica", acrecentando
las dificultades que enfrentan los países subdesarrollados.
b) La importancia de la inversión en salud, educación,
alimentación (en “capital humano”), la relevancia crucial y los problemas de
medición de los cambios tecnológicos (el llamado "residual"), etc.,
todo lo cual plantea la necesidad de emplear indicadores cualitativos.
c) El rol, como factor de aceleración o freno, que
desempeñan las instituciones, las actitudes, las valoraciones y las
motivaciones, reconociendo un obstáculo en aquellas que, por estar apoyadas en
la tradición, suelen ofrecer una tenaz resistencia a los cambios.
d) El rol decisivo que para el logro del desarrollo están llamadas a cumplir las iniciativas y acciones políticas, particularmente de aquellas desplegadas desde el Estado, articuladas en torno a objetivos y estrategias claramente definidas.
No obstante, persiste la visión del
"subdesarrollo" como un estado o situación de carácter esencialmente carencial, vale decir como una mera
insuficiencia, fácilmente advertible al contrastarla con los niveles de
producción y consumo que se considera propios de una sociedad
"desarrollada". En consecuencia, "desarrollarse"
equivaldría esencialmente a “modernizarse”, apareciendo como el principal
índice de esa modernización la capacidad de acrecentar en forma sostenida la
producción de bienes y servicios. En este sentido, desarrollarse equivale a
“crecer”, hasta "alcanzar" e igualar los estándares de producción y
consumo de los países que “marchan a la cabeza”.
Sin embargo, pese a los esfuerzos por superar la enorme
brecha que se constata entre las primeras teorías del desarrollo y la realidad
de los países subdesarrollados, es claro que esta visión no logra desentenderse
del fuerte etnocentrismo que la impregna. Aunque el subdesarrollo sólo resulte
visible desde la perspectiva del desarrollo, en el marco de este enfoque
histórico-lineal queda finalmente reducido a la condición de antesala o estadio
previo de éste. En esta visión del problema se advierte, por tanto, una mera
reedición de la problemática originaria de las ciencias sociales: el desarrollo
es concebido simplemente como el tránsito desde la sociedad tradicional, pobre,
estancada y atrasada, a la sociedad moderna, próspera, dinámica y avanzada.[5]
Una de las variantes más conocidas de este enfoque nos
la ofrece la teoría de las "etapas del crecimiento" elaborada por
Walt W. Rostow a fines de los años cincuenta. Según dicha teoría cabría
discernir un trayecto histórico de cinco estadios que todas las sociedades
humanas estarían llamadas a recorrer para alcanzar la anhelada meta del
desarrollo económico. Esas etapas son:
1)
La sociedad tradicional
2)
El estadio previo al despegue
3)
El despegue
4)
La maduración
5)
La sociedad de consumo
En el primero de ellos la sociedad dispone de una
capacidad de producción muy limitada, basada en una ciencia y tecnología
rudimentarias. En el segundo se desarrollarían las pre-condiciones necesarias
para el despegue. En las actuales circunstancias históricas, este proceso de
creación de las condiciones iniciales se vería facilitado por la posibilidad de
imitar el ejemplo que ofrecen las sociedades más avanzadas. El tercer estadio
sería, sin embargo, el decisivo: cuando los viejos obstáculos y resistencias al
crecimiento han sido, finalmente, removidos, se desencadena una dinámica de
crecimiento económico acelerado y sostenido. Esta se va irradiando luego hacia
la totalidad de los sectores productivos hasta culminar con una sociedad
plenamente desarrollada.
Otro modo de abordar el problema desde este “enfoque de
brecha” que es propio del paradigma de la modernización es el empleado por Gino
Germani (1964) en su análisis de la transición desde la sociedad tradicional a
la moderna, el que, entre otros aspectos, hace pie en las llamadas “variables-patrones”
que permitirían caracterizar el contraste entre una y otra. Se trata de una
perspectiva analítica que procede de la concepción general de Max Weber pero
especificada en torno a algunos “tipos ideales” particulares suyos que fueron
reelaborados por Talcott Parsons.
Las variables‑patrones representan ciertos tipos de opción o disyuntivas polares a las que, en el despliegue de su acción social, se ven enfrentados los sujetos, encauzando y orientando sus pasos en una u otra dirección. Si bien Parsons señala cinco que en conjunto permitirían una adecuada descripción de la tensión existente entre una sociedad tradicional y una moderna, Germani sólo considera necesario especificar cuatro:
Afectividad - Neutralidad afectiva
Particularismo - Universalismo
Difusión - Especificidad
Adscripción - Desempeño
Tales variables‑patrones
pueden utilizarse para identificar tanto similitudes como diferencias entre
culturas, aspectos de la sociedad, subsistemas de tipo institucional, sistemas
políticos, etc. Cabría agregar que con relación a la problemática del
desarrollo económico este criterio fue postulado por primera vez por Bert
Hoselitz en 1953 ("Social Structure and Economic Growth") sosteniendo
que los países desarrollados presentan variables‑patrones de universalismo,
orientación hacia el logro y especificidad funcional, mientras que los países
subdesarrollados se caracterizan por lo opuesto: particularismo, adscripción y
difusividad funcional.
Un tercer enfoque, postulado también en el marco de este paradigma pero de carácter mucho más marcadamente etnocéntrico que los anteriores, es aquél que considera que las posibilidades de desarrollo de los países y regiones “atrasadas” del planeta se hallan hoy directamente asociadas a la eventualidad de que ellas experimenten un proceso de aculturación. Esto quiere decir que sólo sería posible como resultado de la difusión de las pautas culturales que han llegado a ser propias y características de los países desarrollados y su ulterior asimilación por parte de las regiones subdesarrolladas.[6]
La persistencia del subdesarrollo equivaldría entonces a
la de los valores, normas y costumbres que son propios de las sociedades
tradicionales y a la resistencia que éstos oponen al proceso de modernización.
En términos más precisos, se destaca en este enfoque la trascendente misión
civilizadora que les cabría a las metrópolis desarrolladas, llamadas a
suministrar los conocimientos, pericia, organización, valores, tecnología y
capitales necesarios para sacar a las naciones pobres del subdesarrollo. Por su
parte, los pueblos de los países y regiones subdesarrolladas deben limitarse a
asumir como modelo e imitar lo más fielmente posible el ejemplo que les
proporciona la experiencia pasada y presente de las naciones civilizadas,
abriendo decididamente sus puertas al capital extranjero y reconociendo en él
al puntal de sus posibilidades de desarrollo.
Pero, más allá de las particularidades y diferencias de
énfasis que aparecen en cada uno de estos enfoques, hay un común denominador
que caracteriza a este paradigma en cualquiera de sus versiones. Se trata,
básicamente, de una concepción del desarrollo como proceso de gradual y
paulatina transformación social, centrada en el terreno económico pero
extensiva a todos sus aspectos, en el que una serie de propiedades que se
consideran originarias, y que son asociadas por ello al concepto de
"sociedad tradicional", van siendo progresivamente superadas y
reemplazadas por otras propiedades cualitativamente diferentes que son
asociadas al concepto de "sociedad moderna".
Como se comprende, de todo ello deriva la recomendación
de ciertas líneas de acción conducentes a sacar a la “sociedad tradicional” de
su estado de inercia original para encaminarla a dar el gran salto hacia
delante que supone el desencadenamiento de un proceso de desarrollo económico.
Inherente a esta visión del problema es que tanto el “atraso” como la
“modernización” aparecen en ella como resultado de un proceso de carácter
esencialmente endógeno por el que
han atravesado o han de atravesar todas las sociedades en su desarrollo.
Aparece entonces como un supuesto subyacente al paradigma el que dicho proceso
no se verá obstaculizado por los vínculos que se establezcan entre países con
distintos grados de desarrollo económico.
Por el contrario, se asume que la intensificación de los
contactos e intercambios inter-nacionales obrará como un factor de estímulo y
aceleración del desarrollo de las naciones más débiles. La expansión de los
vínculos comerciales con el exterior aparece así como un efectivo y potente
"motor del crecimiento", de modo que nada resulta más efectivo y
conveniente en este plano que la adopción e implementación de claras y
decididas políticas de “apertura”. Los beneficios de dicha orientación serían
tanto de carácter directo (una utilización más efectiva de los recursos ya
existentes) como indirectos (el estímulo a nuevas iniciativas inducidas por la
dinámica de los intercambios comerciales).
El núcleo central de tal razonamiento lo constituye la
ya examinada teoría ricardiana de las “ventajas comparativas”, según la cual
todos los países pueden ver elevados sus niveles de consumo si, en lugar de
confinarse en una situación de autarquía, se especializan en producir y
exportar aquellos bienes que son capaces de obtener a costos internos
comparativamente más bajos. Según el supuesto sobre el cual descansa el
"modelo Heckscher-Ohlin"[7], lo que
determinaría las pautas de la especialización productiva que manifiesta en el
plano del comercio internacional es la desigual distribución de los factores de
producción en el escenario económico global. Si por ejemplo un país cuenta con
una abundante disponibilidad de fuerza de trabajo pero escasez de capital
tendrá ventajas comparativas en la producción de aquellos bienes cuya
elaboración implique mayor densidad de fuerza de trabajo que de capital y
viceversa.
Sobre la base de las ventajas comparativas se van
configurando entonces las pautas del comercio internacional. Al fin de cuentas,
la libertad de comercio no sólo permitiría elevar el bienestar general, sino
que conduciría también a una progresiva nivelación de los precios de los
factores (por ejemplo, tendería a reducir las diferencias salariales entre
países, permitiendo alcanzar una más pareja distribución del ingreso a escala
internacional).
La polarización centro-periferia: el subdesarrollo como relación estructural
No obstante, la experiencia histórica de la división
internacional del trabajo (especialización productiva a escala internacional)
permite apreciar un resultado muy distinto al previsto por la teoría
convencional del comercio exterior: lo que se observa es que, a pesar del
constante aumento experimentado por el comercio internacional, las
desigualdades entre países no sólo no han disminuido sino que, por el
contrario, se acrecientan cada día más.
Ello no niega que pueda haber oscilaciones de variado
tipo en el comercio internacional y en consecuencia que pueda haber también
coyunturas favorables para los países subdesarrollados. Pero las tendencias
dominantes en el largo plazo han operado claramente en perjuicio de éstos y
conducido en forma inexorable a resultados que son exactamente contrarios a los
pronosticados por los apologistas de la "libertad de comercio".
De la constatación anterior emerge y se consolida un
tipo de representación y enfoque teórico que concibe al subdesarrollo ya no
como un problema exclusiva o prioritariamente carencial, fruto exclusivamente
de un proceso y condiciones de carácter endógenos, sino como resultado de un
determinado tipo de relación estructural
que trasciende el ámbito de la economía nacional.
Simplificando y sintetizando al máximo, se visualiza el
origen del problema en el hecho de que, en el marco de la economía mundial, la
especialización productiva y los intercambios comerciales que se establecen
entre el centro industrializado del sistema y una periferia que se ve
compelida a producir y exportar exclusivamente materias primas y alimentos no
generan una tendencia al desarrollo equilibrado de ambos sectores sino marcados
y cada vez mayores desequilibrios estructurales, por lo que el desarrollo de
una parte tiende a implicar inevitablemente el subdesarrollo de la otra.
Apreciado desde esta perspectiva, el marcado contraste o
"dualismo" que se observa al comparar la situación y las dinámicas
que operan en diversas regiones, ya sea al interior de un mismo país o en el
contexto más amplio de la economía mundial, no deriva del presunto aislamiento
y retraso de unas respecto de otras ‑vale decir de su lentitud para superar un
estado de arcaísmo original y modernizarse‑ sino que aparece como un fenómeno
generado y progresivamente reforzado por las propias tendencias contradictorias
de la relación estructural.
En consecuencia se trata de un fenómeno cuya comprensión
exige tomar distancia de la teoría de los equilibrios, abandonando la ciega fe
neoclásica en la capacidad de los mercados para generar en forma automática una
tendencia a la nivelación de los precios y las ganancias. A la luz de la evidencia
empírica existente, se trata más bien de reconocer que una alteración de los
mismos no está necesariamente llamada a desatar una fuerza capaz de
contrarrestarla sino que puede muy bien generar, por el contrario, lo que
Gunnar Myrdal (1957) definió como una “causación circular acumulativa” que
lleve al sistema a alejarse cada vez más de su situación original de
equilibrio.
Es exactamente eso lo que ocurre con las relaciones
económicas que se establecen entre diversas regiones, tanto a escala nacional
como internacional. Las nuevas inversiones fluyen de un modo natural hacia
aquellas que han experimentado ya un cierto desarrollo, generando con ello un
progresivo empobrecimiento relativo de las demás. Por otro lado se empieza a
producir también un éxodo de la fuerza de trabajo desde las regiones menos
favorecidas hacia las más favorecidas, privando a las primeras de a lo menos
una parte significativa de sus mejores recursos humanos.
Como consecuencia lógica de lo anterior, los servicios,
la administración y los órganos de decisión política se concentran poco a poco
en las mismas regiones que junto a su preeminencia económica van adquiriendo
una importancia política cada vez mayor. Por esta vía se llega inexorablemente
a un punto a partir del cual la vida de las regiones menos desarrolladas queda
enteramente subordinada y pasa a depender de las decisiones políticas y
económicas que se adoptan en las de mayor desarrollo.
El enfoque de Prebisch y la CEPAL
Teniendo como trasfondo la constatación de ese fenómeno,
una radical impugnación de la convencional teoría del libre comercio como
factor de impulso al desarrollo fue dada a conocer a fines de los años 40 por
el economista argentino Raúl Prebisch, director de la recién constituida
“Comisión Económica para América Latina” (CEPAL).
En un extenso informe titulado El desarrollo económico de América Latina y sus principales problemas
(1949), Prebisch centra su atención en el análisis de los efectos que, de
acuerdo con la teoría convencional del libre comercio, tendría que llevar
aparejado el más acelerado progreso tecnológico que tiene lugar en la
producción industrial del centro en comparación con la menos dinámica
producción de materias primas y alimentos de la periferia.
La teoría da por sentado que debería registrarse una
disminución de los precios proporcional a las ganancias en productividad, por
lo que los precios de los productos industriales deberían descender entonces
más rápidamente que los precios de las materias primas y de los alimentos. La
periferia estaría así en condiciones de adquirir una creciente cantidad de
productos industriales como contraparte de sus productos de exportación y los
frutos del desarrollo tecnológico se verían esparcidos por todo el planeta sin
que aquella tuviese necesidad de industrializarse.
Sin embargo, en los hechos las cosas no han ocurrido del
modo que la teoría predice. Prebisch destaca el que las relaciones de
intercambio de Gran Bretaña con el exterior experimentaron a partir de la
década de 1870 una constante mejoría y puesto que sus exportaciones estaban
constituidas de bienes industriales y sus importaciones de materias primas y
alimentos resulta inevitable concluir que dicha mejora se produjo a expensas de
los países productores de este último tipo de bienes.
Sobre esa base elabora una tesis destinada a explicar
las causas de lo que para la periferia representa un claro "deterioro de
los términos del intercambio". Lo que ocurre básicamente es que la mayor
parte de las ganancias obtenidas mediante incrementos en la productividad no es distribuida sino retenida por
los países industriales. Las causas de este fenómeno operan tanto por el lado
de la oferta como por el lado de la demanda:
a) Desde el punto de vista de la oferta, lo que la
teoría convencional no considera es ante todo el verdadero aspecto que presenta
actualmente la estructura de los mercados.
En principio, el desarrollo técnico puede favorecer
tanto al productor, en forma de costos más bajos (que permiten elevar las
utilidades y/o los salarios), como a los consumidores, en forma de precios más
reducidos (o, naturalmente, a ambos).
Lo que usualmente ha ocurrido en el centro es, sin
embargo, lo primero. El progreso técnico rara vez ha conducido a una reducción
equivalente de los precios debido al alto grado de monopolización que allí
existe tanto en los mercados de bienes como de factores.
En efecto, en la medida en que la competencia es
imperfecta, las empresas se hallan en condiciones de evitar la caída de sus
precios y los sindicatos pueden a su vez conquistar con su fuerza una parte de
sus beneficios bajo la forma de salarios más elevados.
En la periferia ocurre exactamente lo contrario. En este
caso será el consumidor quien se beneficiará de los aumentos de productividad
en forma de precios más bajos, puesto que el grado de monopolización sobre sus
líneas de producción es ostensiblemente menor.
Sin embargo, en la medida en que el progreso técnico
ocurre en su mayor parte en los sectores orientados a la exportación, serán en
definitiva los consumidores del centro quienes se verán favorecidos. De este
modo el centro saca ventajas de su propio desarrollo tecnológico y del de la
periferia.
b) Por el lado de la demanda hay que tener en cuenta que
los productos producidos por el centro y la periferia exhiben diversos grados
de elasticidad-renta.
La elasticidad-renta de la demanda de los bienes
importados por el centro es bastante menor que la de aquellos que importa la
periferia puesto que, según lo consigna la llamada ley de Engel, la fracción
porcentual que una familia suele gastar en alimentos constituye en promedio una
función decreciente del ingreso.
En consecuencia, un aumento del ingreso en el centro
debiera implicar un menor incremento porcentual de la demanda de bienes agropecuarios
importados que el que acarrearía respecto de los bienes industriales importados
un incremento porcentual equivalente del ingreso en la periferia.
Por lo tanto, aun desde el lado de la demanda se originan situaciones que tienden a deteriorar los términos del intercambio para los países productores de materias primas y alimentos.
La conclusión que se extrae de este análisis es que la
mantención del esquema de especialización y comercio internacional
prevaleciente conduce inexorablemente a un deterioro cada vez mayor de los
términos del intercambio, reforzando la polarización que es dable apreciar en
el seno del sistema entre un “centro” que muestra una gran diversificación en
el desarrollo de sus capacidades de producción, con altos y bastante homogéneos
niveles de productividad, y una “periferia” sumamente especializada en la
producción y exportación de productos primarios pero que exhibe al mismo tiempo
un muy alto grado de heterogeneidad estructural en
cuanto a niveles de productividad.
Esto último se expresa en el hecho de que los sectores
exportadores de la periferia utilizan por lo general métodos de producción
modernos, capaces de generar altos rendimientos, mientras el resto de las
actividades productivas, de las que depende la mayoría de la población, se
mantiene usualmente sustentada en técnicas de producción arcaicas de baja
productividad. Ello da origen al subempleo estructural de la fuerza de trabajo
que, cuando se desplaza hacia los centros urbanos, se manifiesta en los
fenómenos de la marginalidad y la informalidad, que a su vez refuerzan la
heterogeneidad estructural de tales economías.
La
solución para los países que se ven persistentemente perjudicados con la
mantención de este esquema de división internacional del trabajo estaría
entonces, de acuerdo a este análisis, en poner en movimiento un proceso de
industrialización. En una fase inicial, las empresas que emprendiesen este
camino tendrían que ser protegidas de la concurrencia externa con la ayuda de
barreras aduaneras y otras medidas de apoyo de modo que, a medida que su
competitividad fuese mejorando pudieran ir sosteniéndose paulatinamente sobre
sus propios pies.
En términos gruesos, el camino propuesto por Prebisch y
la CEPAL, conocido como estrategia de industrialización por sustitución de
importaciones (o, simplemente, estrategia ISI), puede ser resumida en los
siguientes cinco puntos:
1. La industrialización se podría llevar a cabo en forma
acelerada si la mayor parte o al menos una gran parte de las importaciones de bienes
manufacturados de uso habitual fuesen sustituidas por producción interna.
2. La producción de alimentos y materias primas
continuaría desempeñando un rol activo en las economías latinoamericanas ya que
con los ingresos generados por su exportación se podrían importar los bienes de
capital y los insumos requeridos por la industrialización.
3. La afluencia de capitales y empresas extranjeras
podría ser de gran ayuda tanto para acelerar el ritmo de la acumulación inicial
como para acceder a los conocimientos técnicos que ellas están en condiciones
de aportar al esfuerzo de industrialización.
4. El Estado estaría llamado a desempeñar un rol clave
como centro coordinador y sostenedor de este gran esfuerzo de
industrialización, al igual como lo ha hecho en prácticamente todos los
ejemplos históricos anteriores.
5. Sería necesario esforzarse por ampliar los mercados para que la industrialización pudiese beneficiarse también de las economías de escala. En tal sentido, la CEPAL abogó en forma persistente por la formación de un mercado común de los países latinoamericanos.
La hostilidad que inicialmente encontraron tales
propuestas en la mayor parte de los gobiernos de la región, fuertemente
vinculados a los sectores terratenientes, no le hacía posible a la CEPAL
sugerir medidas más radicales. De allí que temas como el de la reforma agraria
u otros cambios estructurales modernizadores jamás estuviesen en el primer
plano de sus recomendaciones.
Sin embargo, a mediados de la década de los años sesenta
comenzó a disminuir el ritmo de crecimiento de los países más industrializados
de América Latina. En lugar del despegue hacia un crecimiento sostenido de la
economía se produjo una estagnación generalizada que no hizo más que acentuar
la explosividad de los conflictos sociales y políticos.
Se hicieron patentes entonces los límites de la política
de industrialización sustitutiva propiciada por los economistas de la CEPAL. La
capacidad de consumo seguía siendo un privilegio de ciertos sectores sociales y
el mercado interno no mostraba una tendencia a expandirse con el dinamismo
necesario. Lejos de haber sido superada, la dependencia de las importaciones
sólo se había desplazado desde el rubro de bienes de consumo al de bienes de
capital.
Por otra parte, la producción de los bienes de
exportación tradicionales tendió a ser descuidada en medio del entusiasta
impulso industrializador, presentándose aquí un “cuello de botella” más o menos
crónico al comenzar a escasear las divisas requeridas para financiar la
implementación de la estrategia ISI, al menos en sus primeras etapas. Como
inevitable resultado de ello, comenzaron a presentarse entonces agudos déficit
de balanza de pagos y fuertes tendencias inflacionarias. Ante tales
dificultades, aparentemente insuperables, el optimismo desarrollista asociado
al empeño industrializador comenzó a trocarse en una profunda decepción.
En el plano teórico, aunque es indudable que esta
corriente introdujo un nuevo y más fructífero método para el estudio del
problema, hay que advertir que jamás logró desentenderse plenamente del
paradigma de la modernización. En efecto, continuó concibiendo el desarrollo
como mero tránsito a la modernidad. Incluso la relación estructural
centro-periferia quedó ante sus ojos circunscrita a la esfera de los
intercambios comerciales y a las tendencias desfavorables que para los
productos de la periferia se observan allí en la evolución de sus precios de
exportación.
La idea central que animó sus propuestas fue la
necesidad de adoptar medidas que permitieran diversificar la economía y mejorar
sustancialmente los términos reales de intercambio con los países desarrollados
a objeto de alcanzar un mayor nivel de capitalización interna. Sobre esa base,
y con la valiosa ayuda que podía suministrar el “ahorro externo”, las economías
subdesarrolladas debían apostar por la industrialización y esforzarse por
lograr rápidamente un mayor ritmo de crecimiento, intentando reeditar así el
camino seguido en el pasado por los países más “avanzados”.
El denominador común de sus recomendaciones en el plano
político fue siempre la exigencia de una mayor y más activa intervención del
Estado en la economía con la misión de corregir las anomalías estructurales que
se levantan como un obstáculo al desarrollo. No obstante, la CEPAL siempre fue
cuidadosa en señalar que lo que se postulaba no era una economía planificada.
La "economía de mercado" debía ser preservada, pero
"vigilada" y encauzada por el Estado.
La acumulación del capital a escala mundial: el desarrollo del subdesarrollo
En las condiciones creadas por la crisis del modelo ISI,
las tesis “desarrollistas” de la CEPAL comenzaron a ser objeto de un fuerte
cuestionamiento, tanto desde posiciones más radicalizadas como desde posiciones
claramente conservadoras. Lo más novedoso vino sin embargo de las primeras que
apuntaron sus críticas y su atención sobre al menos tres planos:
1. Al importante y positivo rol que en el marco del
enfoque cepaliano se atribuye al capital extranjero.
2. Al modo en que la relación de dependencia es
internalizada y plasmada en sus propias estructuras internas por las economías
periféricas.
3. Al modo que adopta en el seno del capitalismo dependiente la relación social básica entre trabajo asalariado y capital.
Como ya se señaló, para el “desarrollismo” el
subdesarrollo de América Latina se relaciona con el carácter de las relaciones
de intercambio configuradas en el marco de la división internacional del
trabajo que se impone a partir de la revolución industrial. Su origen se halla
básicamente localizado, por tanto, en la esfera del movimiento internacional de
mercancías, expresándose ello claramente en el deterioro de los términos reales
de intercambio. La inversión extranjera, en cambio, estaba llamada a desempeñar
un rol positivo, contribuyendo a financiar el desarrollo económico de los
países latinoamericanos al permitirles:
1. Contar con recursos adicionales de divisas para
paliar los desequilibrios comerciales.
2. Complementar el ahorro interno para la importación de
los equipos y materias primas necesarios para la industria.
3. Beneficiarse con la transferencia del progreso técnico y organizativo que dicho capital lleva aparejado.
No obstante, como lo destacaron en un documentado
estudio Caputo y Pizarro (1970), lo que la realidad empírica de las economías
latinoamericanas permite constatar es que, a pesar del creciente deterioro de
los términos reales del intercambio, su balanza comercial evidencia en general
un saldo neto positivo a lo largo de los años y que el déficit en Cuenta Corriente
es persistentemente provocado por la partida de servicios, y muy especialmente
por la de los servicios financieros.
En consecuencia, se torna suficientemente claro que, a
diferencia de lo postulado por los “desarrollistas”, el capital extranjero no
está operando en la realidad como un mecanismo de "financiamiento
externo" de las economías de la región, sino exactamente al revés, puesto
que el déficit que se registra en la cuenta corriente de la balanza de pagos
es, precisamente, un resultado directo de su acción.
Se debe considerar, además, que gran parte de la
"entrada" de capital extranjero a América Latina por concepto de
inversión directa tampoco aporta recursos frescos sino que constituye solamente
una reinversión de utilidades (e.d. se trata de recursos generados en los
propios países de la región) y que otra parte importante de las operaciones del
capital extranjero en los países del continente ha tenido y tiene lugar
mediante la canalización de fondos obtenidos en los mercados financieros locales.
Queda claro entonces que el problema es bastante más
profundo que el de un mero intercambio desigual entre espacios económicos
independientes: se hace necesario identificar y poner al descubierto las
relaciones estructurales que condicionan la evolución y características que en
definitiva adquieren esos espacios en el marco del sistema capitalista mundial.
Se requiere partir entonces de premisas radicalmente distintas a las empleadas
por los enfoques más convencionales para captar la real naturaleza del
subdesarrollo.
En consecuencia, este nuevo y más radicalizado enfoque
se articula en base a la crítica de la tradicional teoría de la modernización y
del crecimiento económico en la medida que ésta, como vimos, considera al
subdesarrollo un sinónimo de retraso, con todas las carencias económicas y
sociales que esa condición supone, y se
plantea como meta de una política de desarrollo el “alcanzar” e igualar a las
economías capitalistas maduras.
Para los dependentistas más radicales, tal visión del
problema -que a la luz de los desarrollos objetivos de la economía
latinoamericana se evidenciaba bastante desprovista de base y solo explicable
como expresión de una concepción marcadamente idealista del desarrollo
histórico- requería ser decididamente reemplazada por otra que, con la
perspectiva histórica y globalidad necesaria, permitiera comprender más
adecuadamente la naturaleza específica de la estructura del subdesarrollo y sus posibilidades de transformación.
Lo que se hace necesario es, pues, una nueva visión del
subdesarrollo: ya no como un estado original y/o anómalo de ciertas economías
nacionales vistas desde la perspectiva de un "modelo" ideal, sino
como un resultado, que aparece además como inevitable y por lo tanto “normal”, de la dinámica de desarrollo
desigual que es propia del capitalismo y cuyos contradictorios efectos se
expresan en la posición estructural que ella va asignando a los diversos
espacios económicos nacionales en el marco del sistema capitalista mundial.
Un esquema analítico adecuado para el estudio del
subdesarrollo y la formulación de estrategias de desarrollo debía por tanto
descansar en el conocimiento simultáneo de los procesos, relaciones y
características estructurales del sistema capitalista en su conjunto y los condicionamientos
que éste impone a cada una de sus partes constitutivas, superando la ilusión de
que el desarrollo económico pudiese en el presente llegar a ser el resultado de
un mero proceso endógeno de modernización y crecimiento.
Desde esta perspectiva, asumida especialmente por
cientistas sociales de inspiración marxista, como contracara y complemento de
la teoría del imperialismo, el subdesarrollo no puede ser entendido como una
simple “etapa” en la evolución histórica que de acuerdo a un molde o patrón
único y universal le correspondería atravesar a una sociedad económica,
política y culturalmente aislada y autónoma. Y no puede serlo, entre otras
razones, porque una sociedad con tales características no existe ya en ninguna
parte del mundo.
Por el contrario, para quienes llevan hasta sus últimas
conclusiones lógicas la perspectiva de la dependencia, invocando la experiencia
histórica real para validarla, el subdesarrollo sólo puede ser cabalmente
entendido como parte del proceso de desarrollo global que ha sido
característico del mundo moderno. De este modo, el desarrollo y el
subdesarrollo se evidencian en definitiva como las dos caras, mutuamente condicionadas y opuestas, de un mismo proceso
histórico universal.
Uno de los más destacados sostenedores de este enfoque
es André Gunder Frank, quien considera que una perspectiva analítica
estructural resulta por sí sola insuficiente para alcanzar una explicación
coherente del proceso de desarrollo si ella no asume e incorpora también, como
uno de sus aspectos claves, el carácter profundamente contradictorio y dinámico
de las relaciones que articulan hoy la vida social en todos sus ámbitos.
En uno de sus más conocidos ensayos, buscando contrastar
su tesis con una experiencia histórica específica, Frank sostiene que
"el subdesarrollo, en Chile, es el resultado
necesario de cuatro siglos de desarrollo capitalista, y de las contradicciones
internas del propio capitalismo. Esas contradicciones no son otras que la
expropiación del superávit económico producido por los más, y su apropiación
por parte de los menos; la polarización del sistema capitalista en un centro
metropolitano y sus satélites periféricos, y, en tercer término, la continuidad
de la estructura fundamental del sistema capitalista en toda la historia de su
expansión y transformación, debida a la permanente reproducción de tales
contradicciones en todo lugar y en todas las épocas" (1968:7)
Antes de expresar en tales términos sus principales
conclusiones, Frank había sometido ya a una crítica implacable las principales
tesis, variantes metodológicas e implicaciones políticas del paradigma de la modernización (1967). El
enfoque de Frank centra su atención en la estructura monopólica del sistema
capitalista mundial y destaca los efectos de este fenómeno decisivo
sobre la captación y aprovechamiento del superávit, tanto real como potencial,
de los países subdesarrollados: al tiempo que hace posible la expropiación de
una parte muy significativa del superávit real de esos países les impide realizar
lo que cabría considerar como su superávit potencial.
Esta estructura monopólica del sistema se hace presente
en todos los niveles de la actividad económica (internacional, nacional y
local), dando origen a una relación de explotación eslabonada que, al modo de
un sinnúmero de riachuelos que van convergiendo hacia un mismo punto de
encuentro hasta configurar un torrente caudaloso, posibilita el desplazamiento
de una parte del superávit producido desde las áreas rurales más remotas de la
periferia hasta los principales centros financieros de la metrópoli
imperialista, pasando por todos los estadios intermedios existentes a nivel
local, regional y nacional.
Sin embargo, más importante aún en la explicación del
subdesarrollo son los fuertes condicionamientos que conlleva la
contradicción metrópoli / satélite, puesto que es ello lo que permite
comprender que en definitiva haya sido este mismo proceso histórico universal
el que generase a lo largo de los últimos siglos, y continúe generando incluso
en el presente, tanto el desarrollo económico de la metrópoli como el
subdesarrollo estructural de las regiones periféricas satelizadas.
En una línea de razonamiento similar autores como
Theotonio Dos Santos y Ruy Mauro Marini enfatizan, sin embargo, el hecho de que
la dependencia no debe ser asumida simplemente como el resultado de un factor
“externo”, que subyuga y “sateliza” a la periferia, sino de la conformación de
un cierto tipo de estructuras internas que, si bien se hallan fuertemente
condicionadas por las relaciones establecidas con el centro, no carecen de una
dinámica propia, “interna”, sino que nacen del fuerte entrelazamiento de las
fuerzas que desde fuera y desde dentro dan vida al desarrollo del capitalismo
en la periferia.
Además, ambos autores llaman la atención sobre la
paulatina configuración de lo que Dos Santos denomina (1970:57) la “nueva
dependencia”, sustentada en el creciente cambio que se comienza a advertir a
partir de los años de la posguerra en el esquema de división internacional del
trabajo prevaleciente hasta entonces. Poco a poco se va tornando más clara la
acción que a escala global comienzan a desplegar gigantescas empresas
transnacionales (ETN), interesadas ya no sólo en controlar las principales
fuentes de materias primas existentes en la periferia sino también en trasladar
a partes de ella algunos de los procesos productivos de carácter industrial
desarrollados antes exclusivamente en el centro. Todo ello, motivado en parte
también por las estrategias industrializadoras impulsadas especialmente en
América Latina, va redefiniendo poco a poco las características específicas de
la dependencia en la región.
En este contexto Ruy Mauro Marini centra su análisis en
las características específicas que adquiere en América Latina la acumulación
del capital. Marini (1973) enfatiza el hecho de que el incremento de la productividad del trabajo no atenúa sino
que, por el contrario, acentúa la explotación del trabajador, lo que se agudiza
aún más en las regiones periféricas puesto que éstas buscan compensar de ese
modo las pérdidas que les ocasiona el desigual reparto de la plusvalía en el
seno del sistema capitalista mundial. Su tesis central es que el fundamento de
la dependencia, en las condiciones de expansión del ejército industrial de reserva
que experimenta la periferia, es precisamente la superexplotación del trabajo,
lo que, lejos de obedecer a la supervivencia de modos primitivos de producción,
es algo inherente al propio proceso de acumulación del capital.
Con posterioridad, la mayor visibilidad que desde la
segunda mitad de la década de los setenta comienza a ganar la nueva fase de
globalización que experimenta el sistema capitalista mundial comienza a
desplazar también los ejes del debate. Osvaldo Sunkel describe entonces las
tendencias contradictorias observables en el seno del sistema capitalista
mundial, comprendiendo simultáneamente a los países desarrollados y
subdesarrollados, como un proceso de integración
transnacional y desintegración nacional. Desde esta perspectiva, no son en
rigor las economías nacionales como tales las que constituyen hoy las
principales unidades de análisis, sino las tendencias globales que operan en el
seno de este sistema económico que es también global.
Para Sunkel, este sistema global comporta dos estructuras
distintas pero integradas:
1) El capitalismo transnacional, conformado por la mayor
parte de las economías de los países industrializados y los sectores más
dinámicos y "modernos" de los países subdesarrollados, que produce
bienes transables en el mercado mundial.
2) Las actividades subordinadas de los sectores periféricos de los primeros y la mayor parte de las economías de los países subdesarrollados, relegadas a una existencia cada vez más precaria y vulnerable.
Según Sunkel la existencia de esas dos estructuras
diferenciadas, cuyas líneas de demarcación cruzan las fronteras de los diversos
países, dan cuenta de una creciente polarización económica y social tanto en el
plano nacional como internacional.
A manera de síntesis de las posiciones desarrolladas en
el marco de este tercer enfoque global, y más allá de diferencias de énfasis y
de las, a veces ásperas, controversias que se observan entre los diversos
autores que la asumen, cabría señalar que, como fenómeno propio de la época contemporánea,
el "desarrollo del subdesarrollo" no ha estado básicamente
determinado por el carácter de las estructuras internas de los países
dependientes ‑sean éstas capitalistas, precapitalistas o una combinación de
ambas‑ sino por la lógica de la acumulación
capitalista a escala mundial
a la que ellas se encuentran subordinadas.
El primer factor es sin duda importante y debe ser
incorporado a todo esfuerzo de comprensión de la naturaleza de un fenómeno
complejo como éste, pero sólo contribuye a explicar la suerte individual de
cada país en la historia del desarrollo capitalista, el lugar específico que
ocupa en la reproducción ampliada del sistema capitalista mundial y sus mayores
o menores posibilidades de movilidad al interior de su estructura piramidal,
pero no el fenómeno mismo del subdesarrollo, la exclusión y la desigualdad
social como rasgos característicos y relevantes del mundo contemporáneo.
Las recomendaciones prácticas que se derivan de los
enfoques dependentistas reseñados apuntan a destacar la necesidad de operar una
transformación global y profunda de la sociedad, tanto a escala nacional como
internacional. Lo que en definitiva se plantea como salida es un proceso de
democratización radical de la sociedad en todos los planos, haciendo posible
una reorganización de la actividad económica que permita reencauzar el
desarrollo de las fuerzas productivas sobre la base de un criterio de
racionalidad económica solidario, orientado a la satisfacción de las
necesidades humanas fundamentales a escala planetaria.
Conclusiones
La brevísima reseña que hemos hecho acerca del modo en
que la teoría económica y social se ha ocupado de la problemática del
desarrollo económico, y especialmente de la controversia en torno a las causas
del subdesarrollo y los modos de superarlo que se despliega durante el tercer
cuarto del siglo XX, se orienta principalmente a destacar la riqueza de ese
debate y la consecuente necesidad de rescatarlo del olvido en que lo ha sumido
la reacción ideológica de los últimos treinta años. Considerando que los
problemas que dieron origen a esos desarrollos teóricos continúan siendo
actuales, podemos extraer de ellos numerosas lecciones valiosas que nos ayuden
a construir nuevamente una visión comprensiva del problema.
La riqueza analítica que se halla presente en los
escritos de entonces contrasta fuertemente con la pobreza con esta
problemática, absolutamente clave para el futuro de nuestros pueblos, suele ser
abordada en el marco del pensamiento económico ortodoxo surgido de los centros académicos
de la metrópoli y que actualmente prevalece, usualmente acompañado de agresivas
pretensiones de exclusividad científica, en los medios académicos de nuestro
continente. En lugar de hacerse cargo de los múltiples cuestionamientos a que
inevitablemente dan pie los derroteros seguidos por la mayoría de los países
latinoamericanos en materia económica y social, se opta por declarar
definitivamente clausurado el debate sobre el desarrollo y subdesarrollo de la
región, al considerar irremisiblemente fracasadas las estrategias
industrializadoras que se intentaron en el pasado y al vincular a esa
experiencia la totalidad de las propuestas de desarrollo.
Pero esa es solo la actitud fácil, apologética,
evidentemente reñida con el espíritu de la ciencia, que se adopta y se propaga
desde las altas esferas del poder exclusivamente en función de un interés y un
esfuerzo por perpetuar el orden económico y social imperante. Los científicos
sociales que buscan fundar su acción en la defensa del bien común, lo que en un
mundo crecientemente globalizado significa el reconocimiento y respeto de los
derechos, intereses y aspiraciones de la inmensa mayoría de los seres humanos,
encontrarán en cambio en la problemática del desarrollo económico y los
desarrollos teóricos a que ella ha dado lugar, especialmente en el reciente
período que reseñamos, una rica fuente de inspiración y sabiduría para asumir y
enfrentar de mejor manera los inmensos y graves desafíos a que nos confronta el
mundo de hoy.
Notas
[1] Ver Principios de Economía Política y Tributación, FCE, México, 1959, pág. 103
[2] En un célebre pasaje del prólogo a la primera edición de El Capital, en 1867, Marx sostiene que “Los países industrialmente más desarrollados no hacen más que poder delante de los países menos progresivos el espejo de su propio porvenir”
[3] Como se sabe, el primero en examinar este fenómeno fue el teórico liberal británico John A. Hobson en su libro Imperialism publicado en 1902. Posteriormente, en su libro El capital financiero aparecido en 1910, Rudolf Hilferding desarrollará el primer análisis marxista del mismo.
[4] Este es el concepto con el que la CEPAL alude a la coexistencia de actividades modernas de alta productividad y actividades tradicionales de baja productividad en el seno de un mismo espacio económico, un fenómeno ya observado por Trotsky a fines de los años veinte del siglo pasado al caracterizar el desarrollo de las regiones coloniales y semicoloniales como “desigual y combinado”
[5] Tal dicotomía impregna los análisis de autores como Emile Durkheim (de la “solidaridad mecánica” a la “solidaridad orgánica”) y de Ferdinand Tönnies (de la “comunidad” a la “sociedad”)
[6] Este es uno de los tres modos de abordaje del problema señalados por por Manning Nash en su “Introduction, Approaches to the Study of Economic Growth” publicado en Journal of Social Issues, Vol.29, Nº1, enero de 1963, citado por Frank (1967:2)
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