¿HACIA DÓNDE NOS LLEVA EL MODELO ECONÓMICO NEOLIBERAL?

 

1. Introducción

En los tiempos que corren constituye un verdadero sacrilegio atreverse a poner en duda la conveniencia para el país del modelo económico vigente. Los favorables resultados alcanzados en el curso de los últimos diez años en materia de crecimiento, inversión, empleo e inflación parecen ser más que suficientes para acreditar lo acertado de las orientaciones seguidas sobre el terreno de la política económica.

En efecto, según cifras oficiales, durante esta última década el producto interno bruto (PIB) ha estado creciendo en forma continuada a una tasa promedio de entre un 6 y 7% anual (lo que en términos de crecimiento per cápita equivale a una tasa promedio de entre un 4 y 5% anual). La tasa de inversión bordea el 25% del producto, el desempleo se mantiene en un nivel cercano al 5% y la tasa de inflación continúa descendiendo de acuerdo a las metas fijadas por la autoridad.

No es de extrañar entonces que el gobierno, los empresarios y los organismos financieros internacionales se muestren plenamente satisfechos y exhiban el «modelo chileno», signado por la privatización, la desregulación y la apertura del espacio económico nacional, como un ejemplo digno de ser imitado por el resto de los países «en desarrollo».

Sin embargo, en dicha visión optimista se advierte claramente el sesgo de un ejercicio incompleto: la unilateral exaltación de ciertos resultados que, por importantes que sean, no pueden ser debidamente aquilatados sin una simultánea consideración de sus costos. De allí que se imponga la necesidad de efectuar un examen más detenido, y a la vez más crítico, del desempeño reciente de la economía chilena.

Por lo demás, un triunfalismo semejante, frecuentemente asociado a la arrogante pretensión de contar con justificaciones «técnicas» sólo accesibles a los especialistas, constituye un fenómeno que no sólo es ajeno, sino además incompatible, con aquél espíritu crítico e inquisitivo que reconocemos como uno de los rasgos más propios, valiosos y característicos de la ciencia.

Pero no se trata sólo de precaverse frente a una visión de la realidad eventualmente sesgada, sino de identificar y establecer también un criterio apropiado para el examen de esta materia. De lo contrario resultará imposible avanzar en una búsqueda consensuada de la verdad, lo que sería particularmente grave tratándose de clarificar un tema de tanta significación, no sólo económica sino también social, política y cultural.

Nos parece que ese necesario «rayado de cancha» lo suministra un criterio que cabe asumir como un postulado axiomático de la ciencia económica: lo que en el marco de esta disciplina verdaderamente importa es descubrir los caminos que permitan avanzar hacia el logro de una vida digna, segura y confortable para todos.

Es con relación a este claro e irreemplazable objetivo humano fundamental que en definitiva puede adquirir un verdadero sentido el debate de esta materia. El nos suministra por tanto el criterio de validez que resulta indispensable para juzgar la pertinencia y resultados de cualquier política económica en aplicación.

Visto desde esta perspectiva, el problema no se reduce a la mera generación de un excedente, por muy importante que esto sea (al menos en las circunstancias que prevalecen en el mundo en que hoy como país nos toca vivir), sino que está referido también, como algo fundamental, al costo y solidez de lo alcanzado, así como al uso que en definitiva hacemos de ese excedente.

Dicho en otros términos: para ser efectivamente consistente con los intereses, derechos y aspiraciones de la población, el examen de la política económica en aplicación debe hacerse teniendo en cuenta como objetivos centrales y complementarios no sólo los de la estabilidad y el crecimiento, sino también, y a lo menos con el mismo rango de importancia, los de la equidad y la sustentabilidad de ese crecimiento.

Si llegásemos a la conclusión de que esto último no es por ahora plenamente alcanzable, a causa de condicionamientos materiales insuperables en las circunstancias propias del mundo actual, una determinada orientación en materia de política económica sólo podría legitimarse desde el punto de vista del interés de la mayoría si al menos permite abrir camino al logro de ciertas metas que son absolutamente claves:

a) posibilitar una efectiva superación de la pobreza

b) generar verdadera igualdad de oportunidades

c) estimular el desarrollo de la vida democrática del país

Tal es la perspectiva desde la que estimamos pertinente examinar el modelo económico en aplicación. Como veremos más adelante, juzgado desde este ángulo, éste se muestra particularmente incapaz de alcanzar resultados que puedan ser considerados efectivamente satisfactorios.

No obstante, resulta conveniente detenernos a examinar primero los puntos aparentemente fuertes del modelo, aquellos en que éste exhibe sus principales éxitos, buscando ante todo identificar las causas que los explican.

2. Los fundamentos económicos del modelo

En realidad no resulta posible explicar- se coherentemente lo que ocurre en el ámbito económico nacional, es decir los rasgos y características que adquieren las principales tendencias de desarrollo que operan en su seno, sin poner estos fenómenos en correspondencia con lo que acontece en la economía mundial (sin que ello implique asumir que lo que ocurre interna- mente sea sólo un «reflejo» de lo que sucede afuera).

Esto, que ya puede postularse como válido con respecto a la trayectoria económica del país a lo largo de su historia, resulta más efectivo aún con respecto al presente dado el proceso de «globalización» económica en que hoy nos hallamos inmersos.

Si bien nuestro interés se concentra en lo acontecido en el curso de los últimos veinte años, cabe señalar que a lo menos desde fines de los años sesenta la economía capitalista mundial debió atravesar por un prolongado período de crisis y reestructuración global (que la teoría económica asocia a la fase depresiva de la cuarta onda larga en la historia del capitalismo).

Fenómenos expresivos de este prolongado período de crisis y reestructuración global fueron, entre otros, el colapso del sistema monetario internacional vigente en 1971, la liquidez financiera internacional, el problema asociado de la expansión del endeudamiento y su crisis en 1982-83, la nueva división internacional del  trabajo que se desarrolla bajo el liderazgo indiscutido de las gigantescas empresas transnacionales emergentes (ETN), el consecuente desplazamiento de ciertos procesos productivos hacia zonas de la periferia, el surgimiento de los llamados «Newly Industrialising Countries» (NIC), etc.

Como es característico de todo período de crisis prolongada, detonada principalmente por una generalizada y persistente caída de las tasas de ganancia y sus efectos correspondientes sobre los niveles de inversión y crecimiento, asistimos durante estos años a una fuerte intensificación de la competencia internacional y, como resultado de ella, a un incremento muy significativo de la concentración y centralización de capitales a escala mundial (fenómeno que a nivel productivo cobra expresión principalmente en la emergencia y poder alcanzado por las ETN).

En el plano político e ideológico este período de crisis da origen a una reemergencia del neoliberalismo, como expresión de la ofensiva que los sectores empresariales descargan sobre las espaldas de los trabajadores buscando traspasarles los altos costos de la reestructuración económica.

La reacción neoliberal se muestra sumamente agresiva, poniendo implacablemente en marcha sendos planes de austeridad orientados al desmantelamiento del Estado de bienestar, privatizando las empresas públicas y dejando en manos de la propia «sociedad civil» la atención de aquellas necesidades anteriormente cubiertas por los servicios estatales.

La reestructuración global de la economía se ha visto además facilitada por la nueva revolución que ha estado teniendo lugar en el estratégico ámbito de las comunicaciones (muy particularmente del almacenamiento y transmisión electrónica de información). Asistimos hoy a una verdadera compresión del tiempo y del espacio (la «aldea global»).

El desarrollo de estos procesos va gestando también, en forma inevitable, una nueva relación entre el Estado (cada vez más circunscrito al rol de mero administrador del espacio económico) y el gran capital, crecientemente dueño de la situación y liberado de todo intento estricto de regulación.

En este contexto se desechan como inviables los viejos proyectos nacionales de desarrollo postulados en décadas anteriores en América Latina, reemplazándolos por la búsqueda de una mayor y mejor inserción de los espacios económicos nacionales en los circuitos comerciales, financieros y tecnológicos de la economía capitalista mundial.

Los gobiernos de turno reconocen al gran capital transnacional como la única fuerza capaz de impulsar en forma significativa y dinámica el crecimiento económico, ofreciéndole las únicas ventajas comparativas de que disponen en abundancia: recursos naturales y fuerza de trabajo barata.

En función de lo anterior se privatizan las empresas del Estado y se reducen al mínimo las regulaciones y cargas impositivos a la actividad privada: fuerte reducción de los aranceles y de los impuestos, apertura a la inversión extranjera, precarización del empleo, etc.

Lo que en definitiva se busca es posibilitar una alta rentabilidad del capital bajo el supuesto de que sólo ello permitirá dinamizar el crecimiento. La secuencia sería entonces: la más amplia libertad empresarial, altas tasas de rentabilidad de las inversiones, crecimiento económico sostenido y superación progresiva de la pobreza como efecto colateral del propio crecimiento.

Tal es, muy esquemáticamente descrito, el contexto material y espiritual en que ha estado enmarcada la política económica neoliberal implementada en Chile. A ello hay que añadir las conocidas circunstancias políticas que marcan muy profundamente desde sus orígenes esta experiencia.

Del mismo modo, el crecimiento experimentado por la economía chilena en el curso de los 10 últimos años se encuentra muy directamente relacionado con la expansión equivalente que viene experimentando la economía mundial en este período y que de algún modo se expresa en el explosivo crecimiento registrado por la inversión extranjera directa (IED).

A modo de ilustración podemos señalar que en 1995 el monto total de la IED a escala mundial llegó a USD 315.000 millones, de los cuales solo USD 100.000 millones se dirigieron hacia los países «en desarrollo». De esta última cifra la mayor parte de la inversión se materializó en países del Asia (USD 65.000 millones entre los que destacan los 38.000 invertidos en China) y sólo USD 27.000 millones en países de América latina, de los cuales USD 3.000 millones llegaron a Chile (a México 7.000; a Brasil 4.900; a Argentina 3.900).

Cualquier examen de los montos de la IED materializada en Chile en el curso de los últimos veinte años permite constatar la muy clara y estrecha correlación existente entre el significativo y creciente aumento que ésta experimenta a partir de 1986 y los favorables resultados macroeconómicos que exhibe la economía del país en este mismo período.

El capital extranjero aparece entonces como el gran factor de dinamización del crecimiento económico chileno. Pero, como es obvio, su interés por invertir en Chile no es gratuito: viene, simplemente, a hacer su negocio, atraído por muy favorables expectativas de ganancia. Cabe entonces la pregunta: ¿cuál es el precio que los chilenos nos veremos obligados a pagar por este modelo de crecimiento?

Un indicador muy significativo de ello lo proporciona el monto de las entradas suministradas al Fisco durante el año 1995 por la minería del cobre: en el caso de CODELCO este monto es de alrededor de USD 1.700 millones; en el caso de la minería privada, que operando con costos de producción bastante menores ha superado ya el volumen de producción de CODELCO, alcanza apenas a USD 200 millones. ¡He aquí el poderoso motivo que ha incrementado la IED en Chile!

Pero ¿qué representa realmente la IED? ¿Un crecimiento efectivo de la economía «nacional» en que ella se materializa, como aparece registrado en las estadísticas, o simplemente una expansión de aquella economía en que la empresa extranjera tiene su casa matriz?

En todo caso, lo cierto es que el cobre chileno seguirá inflando las cifras de producción de la economía chilena en los próximos años y generando al mismo tiempo suculentas ganancias que no quedarán en manos de los chilenos. Se estima que la producción cuprera duplicará en los próximos tres años los niveles alcanzados en 1995, pero lo hará principalmente en base a un fuerte incremento de la minería privada.

3. Los costos sociales del modelo

Identificados los factores claves que explican los positivos resultados alcanzados en las tasas de crecimiento de la economía chilena de los últimos años, resulta oportuno examinar ahora los costos, y particularmente el costo humano, que ha significado y que continúa representando para el país la puesta en práctica de este modelo económico.

No habría que olvidar, en primer término, que se trata de una orientación cuya implantación en Chile, a pesar de implicar un vuelco muy radical con respecto a las políticas económicas antes aplicadas, no se produce como resultado de un consenso democrático, sino que es el fruto una imposición brutal, sustentada en la violenta destrucción del Estado de derecho y un prolongado, masivo y sistemático atropello a los derechos humanos.

Tampoco podemos olvidar que, como sector de la sociedad, han sido los trabajadores y sus familias las principales víctimas del esquema económico impuesto. Son ellos quienes han debido asumir y soportar los costos más elevados, expresados en las altísimas tasas de desempleo registradas en los primeros años, la continua precarización de las condiciones laborales y el sistemático desconocimiento de las conquistas sociales anteriores.

Los bajos salarios, la inestabilidad laboral, la inseguridad social, la desprotección en salud, la ausencia de efectivos derechos sindicales, han sido todos rasgos constitutivos del modelo económico vigente y puntales claves de sus «éxitos». La proyección de tales costos sociales sobre la vida política del país, condensada en el conjunto de restricciones, solapadas o abiertas, que han sido impuestas al ejercicio de los derechos democráticos de la población completan el cuadro de los invisibles costos humanos del modelo neoliberal.

Esto pone de relieve que, a pesar del alegato neoliberal a favor de la prescindencia del Estado en la vida económica del país, la relación entre acción política y económica jamás parece haber sido tan clara y directa como ahora. El aparato del Estado no ha dejado de intervenir activamente en la vida económica y social del país. Sólo que ahora lo ha hecho para garantizar con todos sus medios, desembozadamente, el continuo traspaso de la riqueza desde los que tienen menos hacia los que tienen más.

El resultado de esta política está hoy claramente a la vista y difícilmente podría ser más escandaloso: como lo indican las propias cifras oficiales, Chile es uno de los países del mundo en que el ingreso –para no hablar ya de la riqueza– se halla hoy peor distribuido.

En efecto, según lo revelan las dos últimas encuestas CASEN, entre 1992 y 1994 el ingreso promedio monetario mensual de los hogares chilenos pasó de 285.360 a 302.824 pesos, lo que en términos per cápita equivale a 84.363 y 90.077 pesos respectivamente. Pero tratándose de un promedio, lo que importa es determinar el tipo de distribución que se oculta detrás de estas cifras y particularmente la distancia que media entre los ingresos más altos y los más bajos.

Al examinar la distribución de los hogares por deciles, se constata que en este período el 10% más pobre disminuye su ingreso promedio mensual de 48.767 pesos en 1992 a 45.554 pesos en 1994 (-6,6%), lo que en términos per cápita equivale a 9.983 y 9.338 pesos respectivamente (-6,0%). El 10% más rico, en cambio, eleva en el mismo período su ingreso promedio mensual de 1.186.138 pesos a 1.269.744 pesos (+7,0%), que en términos per cápita equivalen a 396.374 y 422.695 pesos respectivamente (+6,6%).

Esto significa que, en lugar de mejorar, la situación de los grupos más pobres se deteriora, y que la brecha que separa a pobres y ricos no deja de agrandarse. En consecuencia, en el Chile de hoy, que se supone económicamente exitoso, existen virtualmente dos países distintos, cuyas diferencias se continúan haciendo cada vez más profundas: el de los pocos que tienen, ganan y consumen en exceso y el de los muchos que apenas tienen, ganan y consumen lo indispensable para sobrevivir.

No obstante, el modelo parece haber calado hondo también en la mentalidad de la población, debilitando hasta tornar casi imperceptibles sus viejos lazos de solidaridad. La convivencia humana se torna inevitablemente precaria cuando un individualismo exacerbado gana terreno y muchos ya ni siquiera se inmutan ante las dramáticas y pavorosas condiciones de vida en que se debaten muchos de sus semejantes. Los estragos de un consumismo banal y frívolo, la delincuencia, la corrupción y la drogadicción son sólo algunos de los síntomas visibles de un profundo deterioro.

No habría que olvidar tampoco que lo que ocurre hoy en Chile guarda estrecha correspondencia con la situación de un mundo que exhibe una no menos pronunciada concentración de la riqueza y del poder a escala internacional, comportando situaciones que son claramente aberrantes, como la que acaba de ser denunciada en la última Conferencia de la FAO realizada en Roma (noviembre de 1996): existiendo hoy en el mundo una capacidad productiva más que suficiente para garantizar a todos los habitantes del planeta el acceso a una vida digna, segura y confortable, la FAO estima en 840 millones el número de personas que padecen hambre.

Y no se crea que el problema no nos toca también de cerca a los chilenos: mientras la superficie de tierra destinada a los cultivos tradicionales se ha reducido en alrededor de una tercera parte en los últimos cinco años, Chile aporta a las dantescas cifras del hambre denunciadas por la FAO la no despreciable cuota de 3 millones de personas desnutridas.

Examinado pues en términos globales, el problema clave no sólo como imperativo ético de justicia sino también como urgente necesidad de rescate de millones de personas de las condiciones subhumanas en que actualmente se encuentran no es hoy el del crecimiento sino el de la redistribución de la riqueza. ¿Podemos construir un país y un mundo para todos? ¿O es que seguirá habiendo indefinidamente dos Chile y dos mundos como hasta ahora?

De lo que en todo caso no puede haber duda alguna es de que existe hoy en el mundo un potencial productivo que toca ya los límites de un crecimiento ecológicamente sustentable y que, por otro lado, es más que suficiente para proporcionar a todos los habitantes del planeta un nivel de vida mínimamente adecuado a sus necesidades humanas fundamentales. Y sin embargo, merced al sistema económico actualmente vigente, las desigualdades sociales se evidencian hoy mayores que nunca, imposibilitando el logro de ese objetivo.

Poner de relieve la necesidad humana de avanzar hacia nuevas formas de convivencia, inspiradas en el reconocimiento de los derechos, intereses y aspiraciones de todos, no significa desconocer la existencia de diferencias de mérito y esfuerzo individuales. Es evidente que si las diferencias sociales sólo guardaran correspondencia con las características del aporte que cada cual realiza al desarrollo de la sociedad, jamás llegarían a ser tan abismales como efectivamente lo son en el Chile y el mundo de hoy. Por lo tanto, hay aquí una situación de inequidad mucho más profunda que resulta imperativo y urgente corregir.

Es cierto que este juicio respecto del modelo, fundado en un alegato a favor de relaciones humano-sociales efectivamente justas, puede parecer poco a tono con un examen propiamente «económico» del mismo. Sin embargo, una objeción semejante sólo revelaría lo mucho que se ha alejado el pensamiento económico convencional de aquello que le confiere verdadero sentido a la economía como disciplina de las ciencias sociales: una genuina preocupación por las condiciones de existencia y posibilidades de realización del ser humano. Desligada de esa preocupación esencial, la ciencia económica se degrada a la mera condición de instrumento técnico de dominación.

4. La sustentabilidad del modelo

El problema de la sustentabilidad a largo plazo de una política económica tiene que ver básicamente con el grado en que el criterio de racionalidad que orienta dicha política sea efectivamente compatible con los intereses de la población y el grado de control que el espacio económico nacional sea capaz de ejercer sobre las fuerzas que sustentan e impulsan el crecimiento. Hemos examinado ya parcialmente el primero de estos factores. Consideraremos ahora los otros aspectos del problema.

Como sabemos, el nivel alcanzado por la concentración y centralización del capital ha dado origen a la recientemente llamada «globalización de la economía», la cual se halla firmemente asentada en fuerzas que desbordan muy ampliamente la capacidad de los Estados-nación para contrarrestarlas. Un ejemplo bastante ilustrativo de esto lo suministró hace pocos años atrás el ultimátum que las grandes empresas suecas le dieron al gobierno de ese país: no efectuarían nuevas inversiones en él a menos que se adoptase la decisión de incorporarlo a la Unión Europea.

El predominio financiero y tecnológico alcanzado por las grandes ETN es tan grande que ha tornado ya inviables los viejos proyectos capitalistas de desarrollo nacional que predominaron en América latina a mediados del presente siglo. De allí los forzados procesos de reconversión económica que han sido puestos en aplicación en la región en el curso de las últimas décadas. Por su claro sesgo desindustrialista, aperturista y privatizador tales procesos han implicado en la práctica una reposición del viejo modelo de desarrollo primario-exportador prevaleciente durante el siglo pasado.

Ante ese aplastante predominio del gran capital transnacional la disyuntiva que han encarado y encaran nuestros países parece ser: unirse e intentar hablar con voz de «pueblo continente» o simplemente ensayar alguna estrategia de sobrevivencia individual. Es claro que los círculos gobernantes en Chile optaron por la segunda de estas alternativas y que se mantienen aún firmemente aferrados a ella. En este caso la estrategia ha consistido en mantenerse apegado a las recetas neoliberales ortodoxas y solícitamente atento a cada indicación de los organismos internacionales del gran capital, especialmente del FMI.

Pero la pregunta es, una vez más: ¿ofrece este camino algún tipo de garantías de un crecimiento económico sostenido? ¿O seguirá el país y sus presuntamente luminosas expectativas a futuro dependiendo únicamente de las decisiones que otros tomen por nosotros, fuera de Chile y exclusivamente en función de sus propios intereses? Esto último significa, ni más ni menos, que incluso las dudosas perspectivas asociadas a la llamada «teoría del chorreo» pudieran no verse concretadas jamás.

Desde otro ángulo, la extrema vulnerabilidad del modelo de crecimiento dependiente actualmente vigente se revela en el hecho de que la expansión de los últimos 10 años ha estado y está casi exclusivamente sustentada en una intensa e implacable sobreexplotación de la población trabajadora y/o de los ecosistemas. Los dos ejes competitivos del modelo han sido y son, en efecto, la extrema precarización de las condiciones laborales y el bajo costo resultante de la fuerza de trabajo y, en segundo término, la desaprensiva e impune «externalización» de los costos ambientales realizada por las empresas.

Esto último significa, una vez más, que existen costos «invisibles», que no aparecen en los libros de contabilidad ni son recogidos por las estadísticas pero que sin embargo muy son reales, que las empresas traspasan sin mayores obstáculos a la comunidad. Daños ambientales que los chilenos de esta y de las próximas generaciones deben absorber y padecer en beneficio exclusivo de los propietarios de las empresas que los provocan, que pueden reducir así sus costos, y de los consumidores finales de aquellos países hacia los que finalmente se dirigen las exportaciones chilenas, que pueden pagar precios más bajos por ellas.

Los costos ambientales del modelo se expresan en dos planos diferentes: por una parte, en la sobreexplotación de los recursos naturales, lo que ha significado ya el colapso de algunas especies (como ha ocurrido por ejemplo en el caso de la pesca), y por otra parte, en el uso gratuito del medio ambiente como receptáculo de desechos que contaminan principalmente el aire y las aguas, repercutiendo en daños considerables a la salud de las personas. A ello se agrega el uso intensivo de productos químicos altamente tóxicos en la agricultura que afectan principalmente la salud de quienes los manipulan.

En suma, las ventajas comparativas que el modelo económico explota para posicionar los productos de exportación chilenos en el mercado mundial son, básicamente, los menores costos de producción alcanzados principalmente a expensas de la población trabajadora y del medio ambiente. No existen líneas de producción cuya competitividad dependa esencialmente de la innovación tecnológica o de un alto grado de especialización.

Con respecto al monto de los salarios habría que señalar que, tras dos décadas de fuerte deterioro de su poder adquisitivo, éstos recién comienzan a recuperar ahora el nivel promedio que tuvieron a principios de los años 70, pero en un contexto de relaciones laborales marcadas por una notable precarización del empleo y la seguridad social, una distribución del ingreso incomparablemente peor que la de entonces y niveles de pobreza e indigencia también muchísimo mayores.

Algo que ilustra con particular claridad la vulnerabilidad del modelo chileno de apertura al exterior es que aproximadamente 9 de cada 10 USD actualmente exportados corresponden a recursos naturales con nulo o escaso nivel de procesamiento, los que son generados en sólo cuatro sectores de la actividad productiva nacional: minería, silvicultura, hortofruticultura y pesca.

En consecuencia, lo que tenemos a la vista al examinar el supuestamente exitoso modelo económico chileno no es algo particularmente novedoso, sino básicamente una mera reedición del modelo de crecimiento primario-exportador que fue característico del Chile de siglo pasado, en el que se alternan notables períodos de auge con períodos de profunda depresión. Y esa es una experiencia cuyas lecciones no debieran hoy olvidarse.

5. Conclusiones

El camino por el que actualmente transitamos carece de una sustentabilidad tecnológica y financiera propia debido a la asimetría estructural que es característica del sistema capitalista mundial, expresada en claros y fuertes vínculos de dominación/subordinación económica, social, política y cultural, y a la ausencia de opciones alternativas en el marco de este sistema y sus criterios de racionalidad económica.

En este cuadro la economía chilena se proyecta como un mero apéndice de las poderosas economías autocentradas que se hallan colocadas en el vértice superior de la pirámide configurada por el sistema capitalista mundial. A pesar de que en Chile se habla hoy mucho de la necesidad de avanzar hacia una «segunda fase exportadora», sustentada en la venta al exterior de productos con mayor valor agregado, lo cierto es que las perspectivas de lograrlo son sumamente escasas y en cualquier caso no dependen de las decisiones que puedan adoptarse internamente.

Por ello las perspectivas más realistas permiten pronosticar que en los próximos años las exportaciones chilenas continuarán estando fundamentalmente sustentadas en la producción minera, y especialmente en la fuerte expansión que está experimentando actualmente la producción cuprera privada. En realidad, la única base segura de que dispone el país son, precisamente, sus grandes reservas de cobre. Pero aunque la significación cuantitativa y cualitativa de los recursos naturales disponibles es muy relevante, a largo plazo corremos el riesgo de que nos pase con el cobre lo mismo que ocurrió con el salitre.

Cabe, una vez más, la pregunta: si ello es así, ¿por qué regalar, como se ha hecho, las riquezas del subsuelo a compañías privadas, y más encima extrajeras, para que las exploten en su propio beneficio? ¿Por qué no haber hecho de esas riquezas una base sólida para la edificación de un sistema económico solidario del que pudiesen beneficiarse todos los chilenos? Y, además, ¿por qué no haber tomado al menos iniciativas destinadas a defender el precio del cobre en los mercados internacionales? Y, por último, ¿por qué no invertir parte de lo recaudado en financiar un proyecto de desarrollo tecnológico y productivo capaz de abrir mayores y mejores posibilidades hacia el futuro?

Esas son todas preguntas de debieran ser respondidas por los defensores del modelo económico actualmente vigente. Sin embargo es claro que no lo harán. Más aún, ni siquiera se las plantearán. ¿Para qué molestarse en responder las críticas que se pudiesen formular a un modelo tan unánimemente juzgado como exitoso? Ciertamente su interés y preocupación se halla orientado en una dirección muy distinta: continuar disfrutando del «éxito» alcanzado y prolongar este momento de éxtasis tanto como sea posible.

Pero entonces, ¿hacia dónde marchamos como país? ¿Hacia dónde nos lleva este exitoso modelo económico neoliberal actualmente vigente en Chile? En realidad, en el marco del modelo no tiene sentido formularse esta pregunta: no vamos hacia ningún lugar específico, hacia ninguna meta; vamos, simplemente, hacia donde nos lleve el mercado, con el ritmo y la dirección que él nos señale.


Cómo citar este artículo:

Gonzalorena, Jorge (1997) "¿Hacia donde nos lleva el modelo económico neoliberal?", Revista de Ciencias Religiosas, Vol. IV, 40-47, Instituto de Ciencias Religiosas, Universidad Católica Silva Henríquez (UCSH), Santiago de Chile. 


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