ECONOMÍA DE LA COMPETENCIA O DE LA SOLIDARIDAD GLOBAL: DILEMA ÉTICO Y EXISTENCIAL DEL PRESENTE
Buscamos soluciones individuales a problemas que son sociales; como buscamos soluciones nacionales a problemas que son internacionales. Una sociedad que no se reajusta constantemente, para repartir las utilidades y el trabajo entre todos, y que no permite al hombre corriente una vida moral, tal sociedad está en pecado mortal. No basta llamar a algunos amigos de buena voluntad para tratar de solucionar algunos problemas, hay que cambiar los cuadros sociales (Alberto Hurtado Cruchaga s.j.).
1. Introducción
Desde hace ya más de un siglo, y con un énfasis muy marcado desde el término de la segunda guerra mundial, el debate de los problemas económicos en América Latina se lleva a cabo teniendo como permanente telón de fondo la honda aspiración al desarrollo económico que se halla hoy presente en nuestras sociedades. El significado de los diagnósticos de la realidad económica y social prevaleciente, así como la pertinencia de los cursos de acción propuestos encuentran siempre en esa aspiración al desarrollo su obligado referente discursivo, dando cuenta con ello de una conciencia y de un consenso ético fuertemente arraigado al respecto.
Sin embargo, al igual que el análisis macroeconómico convencional,[1] y casi como una mera extensión de aquél, la mayor parte de los ensayos sobre el desarrollo económico han estado persistentemente situados sobre un terreno en el que los principales problemas teóricos y prácticos que dicha problemática plantea no pueden ser adecuadamente resueltos. Como sostuvo en su oportunidad con gran lucidez el Padre Hurtado, ha sido un error bastante frecuente el buscar “soluciones individuales a problemas que son sociales” y “soluciones nacionales a problemas que son internacionales”.
En efecto, por su significado y alcance, el debate sobre el desarrollo económico obliga a centrar la mirada sobre un vasto horizonte de problemas que, con el correr del tiempo, han llegado a tornarse claves para el futuro, ya no sólo de los países pobres sino de la humanidad en su conjunto. Lo que está ahora en juego no son sólo las condiciones de existencia de la humanidad sino incluso sus propias posibilidades de sobrevivencia, exigiendo definiciones y precisiones que representan hoy un desafío teórico y conceptual insoslayable para el conjunto de las ciencias sociales.
Vivimos bajo las condiciones de una economía capitalista que, por su carácter de tal, es impulsada y orientada por el afán de lucro, pero que opera en un escenario de competencia cada vez más oligopolizada y globalizada, arrastrándonos a todos, de manera casi inexorable, hacia grados siempre crecientes de desigualdad social, imposición hegemónica y destrucción de la naturaleza, alimentando con ello la perspectiva de una previsible autodestrucción del género humano. Las pruebas empíricas de los aspectos menos visibles de la catástrofe que se desarrolla ante nuestros ojos han sido ya amplia e insistentemente expuestas por la comunidad científica.
En el contexto de la profunda crisis civilizatoria que así se configura, y como respuesta a los graves problemas que la están detonando, se comienza a replantear entonces con creciente fuerza la necesidad de un cambio social profundo, de alcance planetario, que permita detener esta desenfrenada carrera hacia el abismo. Ello sólo parece posible despertando conciencias, generando voluntades y aunando esfuerzos para construir un orden económico sustentado en criterios de racionalidad[2] radicalmente distintos a los vigentes en la actualidad, centrados esta vez en una directa satisfacción de las necesidades humanas y capaces, por ello, de privilegiar la cooperación por sobre la competencia.
Como parte de esta creciente reacción ante el devastador vendaval de la globalización capitalista, se oye hablar cada vez con más fuerza de la necesidad de abrir paso a una “economía de la solidaridad”, concepto cuya mayor virtud es que su sentido esencial, que lo sitúa en franca oposición a las tendencias hoy prevalecientes, resulta inequívocamente claro para todos: énfasis en el logro del bien común como objetivo articulador de la actividad económica, lo que conlleva una real preocupación por la suerte de todos y una efectiva disposición a compartir.
Se trata, por ello, de un concepto que permite promover en forma muy clara, como fundamento de la organización social, un tipo de vínculo entre los seres humanos que se halla en las antípodas de aquél en que se basa el actual orden económico capitalista, en que priman los intereses individuales sobre los colectivos y una generalizada y despiadada competencia de todos contra todos por la apropiación de la riqueza socialmente producida. Promover, en suma, el paso desde el actual “homo homini lupus” a un anhelado “homo homini amicus”.
En efecto, sólo teniendo como basamento a la solidaridad resultará posible reconciliar efectivamente la actividad económica con el ideal ético de justicia que, si bien discursivamente parece orientar a la sociedad moderna, se ve constantemente negado en la esfera de las relaciones interpersonales que rigen en el sistema económico capitalista. Sólo teniendo por base a la solidaridad se podrá avanzar hacia la transformación de la sociedad en un efectivo y acogedor “hogar del pueblo” en el que todos tengan cabida.
Habiendo descrito ya en un trabajo anterior (Gonzalorena, 2001) los problemas claves que sirven de base a esta reflexión, particularmente los rasgos definitorios de la crisis civilizatoria antes aludida y los principales paralogismos que desde esta perspectiva aparecen como característicos de la ciencia económica convencional, nos proponemos ahondar ahora en dos aspectos más específicos: la necesidad de asumir un concepto suficientemente comprensivo y científicamente fundado de “economía de la solidaridad” y su pertinencia como propuesta de superación de los ya ancestrales males del subdesarrollo.
2. La “economía de la solidaridad” en la Doctrina Social de la Iglesia
El término “solidaridad” se ha tornado de uso frecuente en el curso del último cuarto de siglo, en gran parte debido a la acogida que se le ha brindado en el mundo católico en el marco de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Sin embargo, se trata de un concepto que tiene ya una larga data[3] y un valor semántico propio. Procede del latín soliditas que alude al carácter sólido, compacto, de un cuerpo formado por elementos de similar naturaleza. Trasladado al ámbito de la realidad social, invoca inequívocamente la idea de un grupo humano cohesionado por comunes intereses, en el que cada uno de sus miembros se sabe igualmente responsable por todos. Es a esta idea que alude la expresión del antiguo léxico jurídico romano in solidum obligari.
El concepto de solidaridad invoca, por tanto, una forma de convivencia humana que reconoce y asume la natural interdependencia de los sujetos en su experiencia vital y que se orienta, por ello, a la consecuente búsqueda y realización del bien común. A su vez, esta primacía del bien común, que como tal impone ciertos deberes a todos los sujetos, no es en modo alguno contradictoria con un estricto respeto a los derechos individuales. Por el contrario, sólo una forma de convivencia solidaria puede hacer efectivo el imperativo de justicia que nace de un claro e inequívoco reconocimiento de la similar dignidad y derechos de todas las personas.
Como se comprende, es este un significado que, abriendo una perspectiva de análisis radicalmente crítica sobre la sociedad actual, lleva a impugnar la legitimidad de las estructuras y de las prácticas sociales que la sostienen. Por ello, ha interesado e interesa primordialmente a quienes padecen y aspiran a liberarse de las situaciones de injusticia, explotación, opresión y miseria que resultan precisamente de dichas estructuras y prácticas sociales. No es extraño, por tanto, que ella haya sido la idea matriz que ha impulsado y orientado desde sus inicios la acción de los movimientos sociales y políticos anticapitalistas.
En el marco de la DSI, el concepto de solidaridad ha reivindicado también este significado esencial, especialmente a partir del Concilio Vaticano II. En efecto, a nivel de las definiciones doctrinales, el Concilio representó un cambio importante, y sin duda positivo, desde el punto de vista aquí examinado, en el pensamiento social de la Iglesia.[4] Sin embargo, el significado e implicancias de ese giro no han resultado tan claramente visibles posteriormente, lo que sin duda no es algo menor. Con toda seguridad han influido en esto factores de muy variada naturaleza, como la propia inercia de una institución muy apegada a sus tradiciones y deseosa de proyectar una imagen de gran continuidad, la extrema heterogeneidad social y cultural del mundo católico con el que ella busca estar en sintonía, la presencia en su seno de arraigados prejuicios ideológicos, el carácter esencialmente religioso de su mensaje, el cambiante escenario político y cultural, etc.
Todo ello se expresa también en el modo no exento de ambigüedad con que la jerarquía de la Iglesia ha asumido finalmente en términos prácticos su reflexión y su llamado a construir una cultura de la solidaridad. Buscando evitar el plano de la confrontación social y política, dicho llamado adopta casi exclusivamente la forma de una interpelación a la conciencia moral individual, en el entendido que de ella debiese derivar una consecuente conducta personal virtuosa.[5] Tales llamados suelen estar dirigidos principalmente a quienes detentan posiciones de poder, es decir, a los círculos gubernamentales y empresariales, especialmente de los países ricos,[6] y adoptar, además, un tono contemporizador, a veces incluso suplicante, abrigando la esperanza de que ellos sean finalmente atendidos.
Pero por esta vía el cambio doctrinal experimentado por la Iglesia postconciliar comienza a desdibujarse y a perder toda significación práctica. El modo de traducir el proclamado valor de la solidaridad a una representación más contingente en el marco de la sociedad moderna suele conllevar entonces, sea a manos de influyentes corrientes católicas o incluso de la propia jerarquía, una fuerte relativización de su significado más profundo. El llamado a construir una cultura de la solidaridad se va tornando así compatible con la preservación de la actual división de la sociedad en clases sociales con intereses antagónicos, viéndose reducido simplemente a una propuesta de “humanización” del capitalismo.
No es de extrañar, entonces, que la interpelación a la conciencia moral individual se resista a reconocer como principales destinatarios del mensaje a favor de una cultura solidaria a los propios explotados, oprimidos y excluidos, evitando cuidadosamente que aquél pudiese ser interpretado por parte de éstos como una exhortación a demandar activamente el respeto que su dignidad y sus derechos merecen, es decir, a organizar y/o fortalecer en forma colectiva una acción liberadora. Ello colocaría a la “opción preferencial por los pobres” no sólo en sintonía con un terreno de acción directamente político, sino además claramente subversivo.[7]
Entre los autores católicos que, buscando interpretar y establecer las implicancias de la posición de la jerarquía sobre un plano más directamente contingente, se niegan a identificar el llamado a construir una “economía de la solidaridad” con una impugnación radical del sistema económico-social capitalista, son discernibles a lo menos tres posturas básicas:
a) una visión clara y decididamente apologética del capitalismo en su expresión más cruda, uno de cuyos principales exponentes es el teólogo estadounidense Michael Novak
b) una visión más sensible frente a las injusticias que conlleva el capitalismo y que se orienta a mitigarlas mediante el desarrollo desde el Estado de políticas sociales
c) una visión más plebeya que se orienta a promover el desarrollo de iniciativas asociativas de los sectores socialmente marginados que les permitan un cierto “empoderamiento”
La apología del capitalismo hecha por las corrientes católicas más conservadoras, portadoras de una visión doctrinaria de impronta preconciliar, suele combinar argumentos de carácter teológico, asociados principalmente a la prédica de una aceptación resignada del orden social establecido como algo emanado de la voluntad divina, con otros tomados directamente de la ideología económica burguesa, tales como los alusivos a la supuesta mayor eficiencia del “sistema de mercado” para generar riqueza, asignar recursos, lograr y cautelar derechos individuales, etc.[8]
Otras corrientes católicas algo más liberales, nacidas bajo el influjo de la “cuestión social” e identificadas más claramente con el tenor de los pronunciamientos de la jerarquía sobre la DSI, suelen propugnar, sugiriendo la adopción de algunas reformas por el Estado, lo que podríamos llamar una solidaridad “en la medida de lo posible”, esto es, en el marco del sistema económico y social vigente. Lo que las caracteriza, en consecuencia, es su empeño por conjugar propósitos tan contrapuestos como lo son la prédica y la práctica de la solidaridad por una parte y el reconocimiento de la legitimidad y conveniencia social de la valorización del capital por la otra.[9]
Hay, finalmente, corrientes que se identifican decididamente con la promoción de una “economía solidaria”, pero “a escala humana”, es decir, entendida como aquella que nace exclusivamente de las iniciativas asociativas que con grandes dificultades logran desarrollar los sectores más carenciados de la población con el propósito de potenciar sus propias posibilidades de sobrevivencia. La economía de la solidaridad aparece así como constitutiva de un “tercer sector” de la economía frente al Estado y a la empresa capitalista, quedando reducida, entonces, en la práctica a una “economía de la marginalidad.”[10]
El común denominador de estas corrientes es su rechazo o resistencia a concebir la solidaridad como principio fundante de un nuevo orden social, radicalmente distinto del modo de producción capitalista -esencialmente individualista y competitivo- que actualmente nos rige. De un nuevo tipo de relación social cuyo interés primordial sea la reproducción de la vida y que nos provea de criterios alternativos tanto en el plano de la organización empresarial como del funcionamiento global de la economía. Esta última es, por el contrario, la visión de la economía de la solidaridad que, como una clara proyección del mensaje profético de la Biblia, reivindican algunas corrientes de sacerdotes, teólogos y fieles católicos que, principalmente en América Latina, han optado por colocarse decididamente al lado de las grandes masas de oprimidos y explotados para combatir con entereza las flagrantes injusticias vigentes en nuestras sociedades.[11]
3. La “Economía de la solidaridad” como proyecto de cambio social
En todo caso, es evidente que el solo expediente de apelar a la conciencia moral de los individuos sin acompañar ese llamado de un claro y coherente discernimiento sobre la naturaleza de la realidad social y su necesaria transformación que sea compatible con los principios de solidaridad y justicia proclamados, adolece de serias limitaciones las que, a lo menos, expresan una falta de comprensión de la real naturaleza de los problemas que hoy encaramos. Como lo señaló con bastante lucidez hace ya más de medio siglo el recientemente canonizado sacerdote jesuita Alberto Hurtado, resulta inconducente afanarse en buscar “soluciones individuales a problemas que por su naturaleza son sociales”. Lo que se requiere, como lo sostiene en el texto que citamos como epígrafe de este artículo, es “cambiar los cuadros sociales”, es decir las estructuras de la sociedad, su modo de organización.
Pero si ello es así, como ciertamente lo es, nos coloca de inmediato sobre un escenario en el que el logro de ese objetivo –el cambio de “los cuadros sociales”– hace necesario el desarrollo de una acción mancomunada. En términos más precisos, de un accionar que, mediado por la conciencia de esa necesidad, busque sumar voluntades y desplegarse con fuerza sobre el terreno de la lucha política. En consecuencia, el tipo de discernimiento que el abordaje de estos problemas demanda no es ya de carácter teológico, como el que provee la Iglesia, sino esencialmente político. A su vez, para ser efectivo, ello reclama coherencia en el plano del pensamiento y consecuencia en plano de la acción. Los fundamentos de dicha coherencia hay que buscarlos simultáneamente en las exigencias propias de una ética humanista y en las que plantea la naturaleza esencialmente racional y crítica del saber científico, exigencias que nos sitúan de inmediato sobre el terreno de una lógica discursiva completamente abierta al diálogo.
En efecto, si los problemas que enfrentamos son por su propia naturaleza de carácter social, también han de serlo, necesariamente, sus soluciones. En este cuadro, no tiene mucho sentido limitarse a apelar a la posible bondad de los sujetos ante males que fluyen del propio modo de organización de la sociedad. El capitalismo es un sistema económico social que se estructura y funciona de acuerdo a criterios de racionalidad y a leyes que, por el escenario despiadadamente competitivo sobre el cual operan y que ellos mismos recrean constantemente, tienden a imponerse de manera compulsiva sobre el comportamiento de los “agentes económicos”, más allá de cuales sean sus intenciones. Es por ello que en el marco de una aceptación de este sistema, y más aún de un reconocimiento de la legitimidad de los fundamentos sobre los que se erige,[12] las prédicas solidarias no sólo resultan lógicamente incoherentes sino que tampoco están llamadas a surtir efectos prácticos realmente significativos.
Por tanto, lo que corresponde es esforzarse por comprender primero en profundidad, y sobre esa base juzgar, la naturaleza del sistema económico y social imperante, de los intereses de clase en que éste se sustenta, de los criterios de racionalidad que impulsan y orientan su funcionamiento, de las leyes que caracterizan sus tendencias de desarrollo, de los nexos que este modo de producción, distribución y consumo mantiene con el modo de generación, organización y funcionamiento del sistema político, etc. y no limitarse a constatar, lamentar y denunciar sus inevitables consecuencias, atribuyéndolas, simplemente, a una cuasimetafísica maldad de los sujetos.[13] Y es del todo evidente que dicha comprensión sólo puede lograrse con el auxilio de la ciencia y sus métodos, haciendo al mismo tiempo posible la creación de los espacios de diálogo y confrontación racional que demanda el desarrollo y fortalecimiento de una cultura democrática.
En todo caso, es también algo evidente que la proclamada “primacía del trabajo sobre el capital” y una auténtica economía de la solidaridad no son compatibles con, y en rigor ni siquiera coherentemente concebibles en el marco de, una economía capitalista. Ello, porque el criterio de racionalidad en que esta última se funda –la valorización del capital perseguida por el “homo economicus”, reducción antropológica del ser humano a mero sujeto individual cuyos pasos se orientan exclusivamente por la búsqueda del máximo beneficio para sí mismo– es exactamente la antítesis de un interés verdadero por los demás. Una economía de la solidaridad no puede dejar de estar orientada, en cambio, hacia la realización del bien común, sobre la base de un reconocimiento y respeto efectivos a la igual dignidad de todas las personas. Sólo puede articularse, por tanto, sobre la base de la justicia, lo cual quiere decir reconocimiento y respeto pleno de los derechos humanos en su carácter múltiple e indivisible,[14] no sólo discursivo sino efectivamente plasmado en una práctica colectiva y cotidiana de la responsabilidad social.
La economía de la solidaridad no puede equivaler, por tanto, ni a un mero ejercicio de la caridad, por sí sola incapaz de vincular efectivamente los derechos y deberes de unos y de otros en una genuina relación fraterna acorde con el principio bíblico de amor al prójimo, ni puede equivaler tampoco a una mera economía de la marginalidad, sólo interesada en potenciar el apoyo mutuo y la cooperación entre los más desposeídos pero incapaz de abarcar e integrar todos los ámbitos de la vida social. Para ser tal, una economía de la solidaridad ha de estar a la altura de los grandes desafíos que es necesario encarar y resolver en el mundo de hoy. Lamentablemente, evidenciando una palpable falta de coherencia en su infructuoso intento de conciliar la adhesión a los grandes y nobles principios ético-morales de la dignidad humana y la solidaridad con los mezquinos e individualistas principios de la ética utilitaria del liberalismo,[15] ésta es una conclusión a la que, en su mayor parte, el pensamiento cristiano aún no ha arribado.
Más allá del mundo cristiano, la idea de una economía de la solidaridad resulta no sólo coincidente sino también un modo claro de expresar el significado profundo del proyecto socialista levantado desde hace más de un siglo y medio por los más lúcidos representantes del mundo del trabajo a escala planetaria. La emancipación de los trabajadores y la superación de la sociedad de clases aparecen aquí como los grandes objetivos que pueden ser consumados a través del establecimiento de una economía solidaria. Esto significa una economía organizada no ya en función de la valorización del capital, que por su propia lógica conlleva una creciente mercantilización –y por tanto cosificación– de las relaciones humanas y una también creciente monopolización del poder y la riqueza por un reducido número de individuos,[16] sino directamente en función de la conservación y reproducción de la vida conforme a objetivos y procedimientos socialmente definidos para hacer realidad los derechos de todos.
Podemos decir, en síntesis, que la expresión “economía de la solidaridad” exhibe un valor semántico propio, tan claro y preciso, que no debiera dar pie a ninguna confusión. Si su significado tiende a ser constantemente oscurecido o tergiversado, ello es sólo porque este concepto se sitúa de lleno en un campo de intensa y permanente disputa ideológica entre proyectos históricos contrapuestos, para los cuales reviste un gran valor simbólico, como elemento capaz de sintonizar con grandes anhelos de justicia e inspirar con ello el accionar de los sujetos. En el marco de esa disputa, tal confusión nace principalmente de las iniciativas que, al optar por mantenerse dentro de los límites trazados por la ideología dominante o evidenciarse incapaces de superarlos, sólo consiguen desvirtuar el significado del concepto, sea por la vía de vaciar su contenido hasta transformarlo de hecho en su antítesis, sea por la vía de restringirlo sin que exista una real justificación para ello. A pesar de ello, seguirá siendo algo axiomático que una economía basada en la solidaridad no es compatible con el afán de lucro como móvil principal de la acción económica.
4. La economía de la solidaridad como alternativa a la actual crisis civilizatoria
Definidos ya el significado y alcances básicos de una “economía de la solidaridad” como concepto, interesa examinar ahora su pertinencia en relación con la cuestión clave que ha concitado el interés y centrado el debate económico en América Latina en el curso del último siglo: la problemática del desarrollo económico y social. En el caso de Chile, desde los memorables discursos de Balmaceda a fines del siglo XIX[17] hasta las expectativas de logro planteadas por nuestros últimos gobernantes, la aspiración a encontrar el camino apropiado para alcanzar el ansiado desarrollo económico ha sido, discursivamente al menos, el eje articulador y el argumento de legitimación de las políticas económicas aplicadas. Algo similar ha ocurrido en los demás países de la región.
El prolongado e intenso debate sobre el desarrollo económico ha buscado, en primer término, responder a lo que inevitablemente estaba llamado a aparecer como su desafío teórico más relevante: clarificar la naturaleza y origen del subdesarrollo. Sin lograr acometer satisfactoriamente este desafío, valiéndose para ello tanto de la información empírica necesaria como del razonamiento que en definitiva permitiese atar todos los cabos para suministrar una visión suficientemente compresiva del fenómeno, difícilmente se podría estar en condiciones de dimensionar la real envergadura de los problemas y desafíos que éste plantea y sugerir alguna estrategia medianamente confiable para superarlo.
En ese empeño, hemos podido observar, en el marco de las teorías económicas convencionales, la elaboración de diversos enfoques, algunos bastante “ortodoxos” y otros más “heterodoxos” pero igualmente centrados, por lo general, en el recurrente tema del “círculo vicioso” derivado del “atraso”, la consecuente baja capacidad de ahorro e inversión y el bajo ritmo de crecimiento económico que ello lleva inevitablemente aparejado. En este mismo contexto, hemos conocido también más recientemente el surgimiento de algunos enfoques innovadores, centrados esta vez ya no en el desarrollo económico propiamente tal sino en la preocupación por el “desarrollo humano”.
El común denominador de tales visiones del desarrollo es el hecho de mantenerse encuadradas en una suerte de individualismo metodológico que se empeña en hacer de los espacios económicos nacionales[18] su unidad de análisis preferente, dejando fuera de su campo visual la realidad sistémica y determinante de la economía capitalista mundial. Esta última sólo aparece como el escenario de un dinámico entramado de relaciones, principalmente comerciales y financieras, de carácter “inter-nacional”.
Desde esta perspectiva, el subdesarrollo sólo puede entenderse como algo “dado”, como una especie de situación de “atraso” original, inequívoca expresión de un comparativamente bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. De este modo, las diferencias entre desarrollo y subdesarrollo quedan, en última instancia, reducidas a una brecha de rangos estadísticamente significativos, cuyo indicador clave es, al fin de cuentas, el ingreso por habitante. Las “estrategias de desarrollo” que a partir de esta representación del subdesarrollo se tornan visibles suelen girar, entonces, en torno a simples metas de crecimiento, estando toda otra consideración enteramente subordinada al logro de ese objetivo.
Este tipo de visiones, de la que el propio concepto de “sub-desarrollo” resulta ser un componente clave, ha conducido, sin embargo, tanto en el plano teórico como en el de los esfuerzos prácticos desplegados sobre el escenario histórico y social a lo largo de un extenso espacio de tiempo, a un callejón sin salida. Sencillamente, se muestran incapaces de soportar una efectiva confrontación con los hechos en la misma medida en que las desigualdades entre un centro rico y satisfecho y una periferia mayoritariamente pobre no cesan de acrecentarse a escala planetaria. Teorías como la del propio “círculo vicioso de la pobreza”, de las “etapas del desarrollo” o de las dicotómicas “variables pautas” se evidencian así desconectadas de la realidad y, por lo tanto, en alto grado superficiales y/o artificiosas. No pasan de ser, en su mayor parte, meras tautologías, fruto de abstracciones desconectadas de los aspectos clave del proceso histórico que se trata de interpretar y que por ello mismo se encuentran desprovistas de una real fuerza explicativa.
En suma, por su trascendental significación para el porvenir de la región, la clarificación de estos problemas ha dado pie a un intenso y extenso debate en el seno de las ciencias sociales de América Latina.[19] Lo decisivo, sin embargo, ha sido la clara falta de correspondencia que es dable constatar entre los logros previstos por las estrategias de desarrollo diseñadas y desarrolladas a partir de las teorías convencionales, por una parte, y los resultados efectivamente alcanzados a escala global, por la otra. Como lo han debido reconocer uno tras otro los propios informes de los organismos rectores del sistema, el contraste entre el opulento despilfarro de los países ricos y las dramáticas y urgentes necesidades de los países pobres no cesa de agudizarse día tras día.
La llamada “globalización” que hemos podido presenciar en las últimas décadas, al acentuar, en el marco de las condiciones sociales actualmente imperantes, los crecientes e irreversibles procesos de concentración y centralización del capital y de las variadas actividades económicas que se hallan directamente sometidas a su control hegemónico, no sólo no ha alterado las tendencias de desarrollo anteriormente en curso en el seno del sistema capitalista mundial, caracterizadas por sus marcados desequilibrios y heterogéneos resultados, sino que las ha acentuado de manera notable. Se han agudizado así enormemente las contradicciones que lo cruzan, tornándose aun más visible la falta de sustentación en la realidad de que han adolecido las teorías y estrategias de desarrollo más convencionales.
En este contexto, adquieren renovada relevancia teórica los enfoques estructurales del desarrollo y particularmente aquellos que han centrado su atención tanto en los mecanismos que develan y explican las relaciones de explotación en que se fundan sus actuales tendencias “divergentes”[20] como en los “efectos indirectos de la acción directa”[21] que explican la catástrofe ambiental en curso y que resultan tan previsibles como inevitables en el marco de una economía capitalista. Se amplía considerablemente así el horizonte visual del problema, emergiendo, por una parte, la realidad de una economía mundial claramente estructurada y jerarquizada y, por otra, de una dinámica de desarrollo consistentemente impulsada y orientada por objetivos de efectos tan socialmente contradictorios como ambientalmente destructivos.
Desde un punto de vista explicativo, el problema central deja de ser, por tanto, el atraso relativo de tal o cual economía nacional considerada en sí misma y aparecen con claridad las concatenaciones internas de un sistema económico mundial que, impulsado y guiado por un mismo criterio de racionalidad –la valorización del capital– inexorablemente genera, sin embargo, y con carácter acumulativo, como producto de la ininterrumpida competencia trabada entre los muchos capitales individuales, resultados claramente divergentes: el éxito de unos pocos y el fracaso de la mayoría y, como consecuencia global de todo ello, desarrollo en un polo y subdesarrollo en el otro, ampliando constantemente la brecha existente entre ambos y conllevando, al mismo tiempo, claras tendencias autodestructivas (acelerada degradación ambiental y creciente acumulación de materias altamente peligrosas: radiactivas, químicas, etc.). Se trata, por tanto, no de un estado de atraso original, sino de una situación de subordinación y explotación que es permanentemente creada y recreada por el funcionamiento del sistema.
Sin ahondar mayormente en la descripción de este fenómeno, su incuestionable realidad obliga a replantearse de un modo radical los términos en que tradicionalmente ha sido conducido hasta ahora el debate sobre las causas del subdesarrollo y las vías para superarlo: si bien siempre será posible y necesario tomar un sinnúmero de iniciativas valiosas en el marco de cada Estado nacional, en última instancia, el verdadero problema no es cómo un determinado espacio económico nacional puede lograr por sí mismo superar los fuertes condicionamientos económicos, sociales y políticos a que se encuentra sometido y salir del subdesarrollo, sino cómo es posible alcanzar un desarrollo económico global, es decir a escala planetaria, social y ambientalmente equilibrado.
Mas allá de los evidentes y enormes desafíos prácticos que ello trae inevitablemente aparejados, particularmente sobre el terreno político, la realidad misma del mundo actual y sus gravísimos problemas nos está planteando, entonces, la imperativa y urgente necesidad de operar un cambio de perspectiva que permita sacar a este debate del callejón sin salida al que lo condujeron y en el que hasta ahora lo mantienen las teorías económicas convencionales: desde la perspectiva del desarrollo económico nacional hacia la de un desarrollo económicamente eficiente, socialmente equitativo y ambientalmente sustentable de las fuerzas productivas a escala mundial. Así vistas las cosas, las estrategias nacionales de desarrollo han de ser juzgadas, también, no en función de eventuales logros pasajeros, sino por la contribución que presten a la construcción de ese necesario nuevo orden económico mundial.
Es precisamente en este plano que adquiere particular vigencia y significación la propuesta de avanzar hacia una economía de la solidaridad, en la medida en que ella sea entendida como un modo de organización global de las actividades de producción, distribución y consumo. En efecto, si a la base de los grandes problemas a que el mundo actual nos confronta se hallan los mismos criterios de racionalidad que, en un escenario de competencia global, han impulsado y orientado hasta ahora al conjunto de las actividades económicas bajo el capitalismo, es sólo en el marco de un orden económico y social radicalmente distinto, centrado no ya en la permanente valorización del capital sino de la vida humana en todas sus dimensiones, que tales problemas pueden ser debidamente encarados y superados.
Vista desde esta perspectiva, la propuesta de una economía de la solidaridad enfrenta grandes desafíos, tanto teóricos como prácticos:
o En el plano teórico, supone el desarrollo de una visión de la economía en que resulte en todo momento clara la necesaria supeditación de la racionalidad instrumental, centrada en la pertinencia y eficacia de los medios, a una racionalidad sustantiva que no cesa de interrogarse sobre la significación y debida jerarquización de los fines, superando decididamente la disociación, propia del pensamiento económico convencional, entre consenso ético y saber científico, disociación que priva injustificadamente al primero de toda relevancia práctica en el terreno de la actividad económica.
o En el plano de la acción que corresponde desplegar en los ámbitos de la producción, la distribución y el consumo, supone también capacidad de concebir, diseñar y poner en práctica cambios muy profundos, entre los que es preciso incluir nuevas formas de entender y llevar a cabo la organización del trabajo, una importante redefinición de los patrones de consumo y la correspondiente adecuación de los procesos productivos, un reparto justo y socialmente responsable de sus frutos, mecanismos de planificación, decisión y supervisión democrática de las inversiones, etc.
Al revés de lo usualmente postulado por el pensamiento económico convencional, de incuestionable y deliberado sesgo tecnocrático, todo lo anterior conlleva la necesidad de politizar las decisiones económicas clave, rescatándolas desde los herméticos cenáculos privados en que hoy son adoptadas, buscando alcanzar los consensos que demanda una real gobernabilidad democrática de la economía precisamente en función de la realización del bien común y comenzando a estimar y valorar sus niveles de logro de acuerdo a criterios de medición también distintos de los actualmente en uso.[22]
En la senda del desarrollo, el hilo conductor es y continuará siendo, sin duda, el incremento de la productividad del trabajo, pero, como resulta cada vez más evidente, el gran desafío consiste hoy en dominar y dirigir, en provecho de la humanidad, las gigantescas fuerzas y potencialidades que este proceso ha desatado y no dejarse arrastrar, dominar e incluso destruir por ellas como está ocurriendo actualmente. No debemos permitir que, para satisfacer una ciega e insaciable sed privada de ganancias, el trabajo humano continúe degradándose[23] y transformándose en una poderosa fuerza de autodestrucción. El desarrollo de las fuerzas productivas debe continuar su curso ascendente pero sin poner en riesgo, como lo está haciendo ahora, el futuro de la humanidad, sino exclusivamente para garantizar en plenitud la satisfacción de las necesidades humanas y hacer posible una vida digna, confortable y segura para todos.
Sin duda, la perspectiva de avance hacia una economía de la solidaridad así entendida no está ante un camino libre de obstáculos. Por el contrario, inevitablemente se enfrenta a un sinnúmero de grandes problemas, sobre todo de orden político-estratégico, de muy difícil solución, derivados de la correlación de fuerzas hoy existente a escala mundial y referidos al complejo período histórico que se abre ante nosotros: el período de la transición desde una economía mundial sometida a la lógica del capital y a las relaciones de dominio imperialista que la acompañan hacia el nuevo orden económico planetario que la inmensa mayoría de la humanidad anhela y se esfuerza por establecer, aunque sea en términos aún confusos, sobre una base de justicia, paz y cooperación entre todas las naciones. Las dificultades son ciertamente inmensas, pero si finalmente la humanidad ha de sobrevivir a las graves amenazas que hoy se ciernen sobre ella no tiene más alternativa que encarar y empeñarse por superar decididamente esos peligros. En rigor, la disyuntiva crucial a la que hoy nos enfrentamos es la misma que identificara en parecidos términos hace casi un siglo la destacada luchadora Rosa Luxemburgo, sólo que en el contexto de una crisis de alcances aún más trágicos: solidaridad o barbarie.[24]
5. Conclusiones
De los planteamientos desarrollados a lo largo de esta ponencia, es posible dejar sentadas algunas conclusiones cuyos aspectos principales intentaremos resumir a continuación en forma de tesis:
1. El llamado de la Iglesia a construir una cultura de la solidaridad, y como parte de ella una economía de la solidaridad, entronca no sólo con las enseñanzas de una ética cristiana cuyos fundamentos se remontan a los mismos evangelios y a las doctrinas de los primeros padres, sino que sintoniza también con la rica y secularizada tradición filosófica de la modernidad, muy directamente plasmada en las banderas programáticas del movimiento obrero y socialista y en su tenaz y decidida reivindicación de derechos ciudadanos, no sólo individuales sino también colectivos, no sólo civiles y políticos sino también económicos y sociales, en una perspectiva de avance hacia la construcción de una sociedad con real democracia y justicia social. Ambas tradiciones pueden nutrir un vasto campo de colaboración mutua en la medida en que ese objetivo sea asumido en forma coherente en el plano de las ideas y consecuente en el plano de la acción.
2. Todas las experiencias acumuladas en esa dirección son, sin duda, valiosas pero resultan claramente insuficientes en un mundo tan fuertemente globalizado como el actual. La crisis civilizatoria del presente plantea de manera imperativa y urgente la necesidad de una clara y decidida reivindicación de la solidaridad a una escala equivalente, es decir, a una escala global. Lo que se requiere es avanzar con rapidez hacia una sociedad mundial democrática y solidaria, capaz de gobernar cabalmente su economía y de garantizar que ella pueda operar en beneficio de la humanidad en su conjunto, asegurando a todos sus miembros la posibilidad de disfrutar de una vida digna, segura y acorde en cuanto a confort a las inmensas posibilidades que actualmente abre el desarrollo científico-técnico alcanzado. La economía de la solidaridad constituye no sólo un imperativo de carácter ético sino también el medio idóneo para encarar y superar los gravísimos y complejos problemas del presente.
3. El camino para avanzar en esa dirección se sitúa
esencialmente sobre el terreno político e ideológico, y no en el de una prédica
exclusivamente moral e individual, asumiendo además, y no ignorando, la
realidad del conflicto de intereses que se desarrolla en el seno de la sociedad
actual y la necesidad de superarlo. Los principales problemas que encaramos
tampoco son principalmente de orden técnico. Ellos tienen que ver fundamentalmente
con la dirección que hoy siguen las actividades económicas y, por tanto, con
las motivaciones que orientan la toma de las decisiones más importantes. La
preocupación por la situación de los pobres y oprimidos exige ponerse
claramente de su lado, rechazando toda forma de atropello de sus derechos. A su
vez, la preservación del medioambiente y de la paz mundial exigen igualmente
encarar los problemas de fondo que tienen directamente que ver con las
estructuras de intereses y de poder que hoy prevalecen en el mundo. Es
necesario remover esas estructuras, lo que sólo será posible mediante un
accionar político de gran envergadura.
Notas
** Chileno, sociólogo e Historiador Económico, Magíster en Ciencias Sociales. Correo electrónico: jorge.gonzalorena@gmail.com
[1] Denominamos aquí “convencionales” a los enfoques micro y macroeconómicos dominantes, completamente funcionales al sistema económico-social establecido y orientados, por tanto, a facilitar su constante reproducción.
[2] Llamamos “criterios de racionalidad económica” a los juicios de conveniencia con arreglo a los cuales se organiza y funciona la economía en todas y cada una de sus actividades y que, una vez establecidas como expresión de las relaciones de fuerza imperantes en la sociedad, se imponen compulsivamente sobre la conducta de los sujetos. En una economía capitalista como la actual, estos son los de la valorización del capital en el marco de una ininterrumpida competencia de cada capital específico con los demás y consigo mismo. La valorización del capital se halla en contraposición permanente con la valorización de la vida puesto que la maximización de las ganancias exige la minimización de los costos tanto salariales como ambientales contables. Esta racionalidad capitalista no opera en gran parte del universo de la microempresa ya que esta tiende a ser sólo trabajo por cuenta propia y su lógica es la de la reproducción simple. Lo mismo vale para muchas de las pequeñas empresas.
[3] No hay que perder de vista que, tal como lo ha recordado recientemente Julio L. Martínez, profesor de Moral Social de la Pontificia Universidad Católica de Comillas, España, “la solidaridad nació dentro de la matriz laica de los movimientos sociales de la modernidad y, por tanto, de espaldas a la doctrina moral eclesial, incluso en contra de ella” (2006:409).
[4] Sobre este tema resulta de bastante interés el análisis desarrollado por Hinkelammert (1997), aun cuando en él no se refleje con la debida claridad el carácter contradictorio de gran parte de los posicionamientos doctrinarios y de las líneas de acción seguidas con posterioridad al Concilio por la jerarquía católica vaticana.
[5] “Quiero subrayar esta dimensión ética y personalista de los agentes económicos. Mi llamado, pues, toma la forma de un imperativo moral: ¡sed solidarios por encima de todo! Cualquiera que sea vuestra función en el tejido de la vida económico-social, ¡construid en la región una economía de la solidaridad!” (Juan Pablo II, 1987).
[6] Son numerosos los ejemplos que podrían darse de ello, pero bástenos mencionar aquí, para ilustrarlo, los términos empleados por el Papa Juan Pablo II en el discurso que pronunció en la sede principal de la CEPAL durante su visita a Chile: “Ante esta perspectiva de dolor, no puedo menos de dirigir un llamado a las autoridades públicas, a la iniciativa privada, a cuantas personas e instituciones de toda la región puedan oírme, y por supuesto a las Naciones más desarrolladas, convocándolas a ese formidable desafío moral que se formulaba hace un año en la Instrucción Libertatis conscientia, en los siguientes términos: "la elaboración y la puesta en marcha de programas de acción audaces con miras a la liberación socioeconómica de millones de hombres y mujeres cuya situación de opresión económica, social y política es intolerable" (n. 81)”(Juan Pablo II, 1987).
[7] Una opción que la jerarquía vaticana abomina. Juan Pablo II llega a invocar, como plenamente vigente, el argumento que León XIII levanta a fines del siglo XIX en contra del movimiento socialista en la Rerum Novarum: "Para solucionar este mal (la injusta distribución de las riquezas junto con la miseria de los proletarios) los socialistas instigan a los pobres al odio contra los ricos y tratan de acabar con la propiedad privada estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes...; pero esta teoría es tan inadecuada para resolver la cuestión, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es además sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión del Estado y perturba fundamentalmente todo el orden social". La posición que se adopta aquí sobre el tema de la propiedad es clara, pero su alusión a la del movimiento socialista es, en rigor, equivocada, como lo prueban las siguientes afirmaciones de Marx y Engels (1848): “No queremos de ninguna manera abolir esa apropiación personal de los productos del trabajo, indispensable a la mera reproducción de la vida humana, esa apropiación que no deja ningún beneficio líquido que pueda dar un poder sobre el trabajo de otro ... El comunismo no arrebata a nadie la facultad de apropiarse de los productos sociales; no quita más que el poder de sojuzgar el trabajo ajeno por medio de esta apropiación ... En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”.
[8] Un buen ejemplo de esto son los argumentos de Novak (1994) sobre la “moralidad del mercado”. Sin embargo, varios de ellos pueden ser tomados directamente de algunos pronunciamientos papales como los de Juan Pablo II en Centesimus Annus referidos al significado del capitalismo, de los beneficios empresariales, el papel del “libre mercado”, etc.
[9] De ese tipo de empeños nace aquella “discordancia moral e intelectual” presente en las sociedades capitalistas a la que aludía Gunnar Myrdal (1957). En esta corriente cabría situar tanto la posición tradicionalmente seguida en nuestro continente por los partidos demócrata cristianos como los enfoques desarrollados por algunos intelectuales católicos de la región, como por ejemplo Vergara (2004).
[10] Ver a este respecto los planteamientos de autores como Razeto (s.f.), Guerra (2004), Uarac (2003) y Singer (2001). La concepción de la “economía de la solidaridad” sólo como un “sector”, más o menos marginal, del sistema económico global, y no como un principio articulador de la economía en su conjunto, se muestra muy claramente en los ejemplos de “economía solidaria” invocados por Singer y Guerra: la experiencia de los Kibbutzim en Israel y la cooperativa Mondragón en España.
[11] Uno de los tantos ejemplos de ellos es la siguiente interpretación que un conocido teólogo latinoamericano nos ofrece acerca del significado del “Reino de Dios”: “El valor fundamental que debe unir a los miembros del cristianismo es el “don”, el dar, el compartir. Es por ello que una sociedad basada en el lucro, en el egoísmo, como el capitalismo, es esencialmente anticristiana. Una sociedad cristiana es necesariamente socialista en el sentido profundo de la palabra, es decir, una sociedad en la que el valor fundamental sea el de compartir.” (Dri, s.f.)
[12] La propiedad sobre los medios de producción y las relaciones de dominación y subordinación que a partir de ella se establece entre trabajo asalariado y capital –primacía efectiva de éste sobre aquél o, en el lenguaje de Marx, subsunción real del trabajo al capital–, posibilitando con ello el continuo proceso de valorización del capital.
[13] Por esta vía se puede llegar a extremos sumamente nefastos para una convivencia civilizada al pretender establecer una distinción maniquea entre cristianos y no cristianos, o, peor aún, entre creyentes y no creyentes, como respectivos portadores del bien y del mal en la vida social. Esto, además de peligroso, resulta grotesco si se considera que los peores actos de barbarie conocidos en la historia de la humanidad, las guerras más devastadoras, los genocidios más espantosos, las desigualdades más aberrantes, han sido y son producto, precisamente, de nuestra “civilización occidental y cristiana”. Por ello, se incurre en una expresión de máxima ceguera y espíritu inquisitorial cuando al examinar la experiencia de los mal llamados “socialismos reales” se cree ver en el ateísmo la raíz de todos sus males, reales o supuestos, anatemizando luego por mera asociación todo lo que tenga que ver con el “marxismo”. Como sostiene Aumente (1966:40) “Decir … que el marxismo es fundamentalmente ateo puede resultar, si no se interpreta bien, una calificación desproporcionada. Sería algo similar a decir que lo es la astronomía, la física cuántica o la medicina, porque efectivamente en ellas no aparece ni tiene cabida la idea de Dios. El marxismo no tiene que ser, por esencia, negación de Dios, pero sí es un humanismo integral y agnóstico, en el que la idea de Dios no tiene posibilidad de entrada. La diferencia, aunque parezca sutil, es importante … Lo que parece hoy fuera de toda duda … es que no tienen por qué aparecer como opuestas, como contradictorias, la esperanza cristiana frente al resto de las esperanzas humanas que se esfuerzan en la reconstrucción del mundo”. Como en el caso de cualquier otro legado científico, sea que su atención esté puesta en los fenómenos de la sociedad o la naturaleza, la evaluación de la obra de Marx, en el plano de su teoría económica, sociológica, política o filosófica, debe ser hecha a partir del propio mérito de sus pruebas lógicas y empíricas, y de su capacidad para proveernos sobre esa base de explicaciones válidas y confiables sobre los fenómenos que examina. Una línea de pensamiento que no se atenga a esta exigencia elemental de la razón, anteponiendo a ella consideraciones de carácter dogmático, solo puede desacreditarse a sí misma.
[14] En efecto, algo que suele ser pasado por alto es que el respeto de derechos básicos de las personas se sitúan en los diversos planos que afectan y condicionan el despliegue de sus potencialidades humanas, y, por tanto, no sólo en los ámbitos políticos y civiles, sino también en los económicos, sociales y culturales.
[15] Por mucho que se enfatice la necesidad de que el Estado regule la economía para cautelar el bien común. En rigor, hoy no existen economías en que el Estado no intervenga en la economía, pero si se acepta el razonamiento liberal que identifica la creatividad de los sujetos con la iniciativa privada empresarial, la empresa con la empresa capitalista, el progreso económico con las supuestas virtudes de la gestión empresarial privada y la “libertad de los mercados”, si se acepta todo ese encadenamiento de asociaciones arbitrarias y se cierra los ojos ante la realidad de la gigantesca oligopolización de los mercados hoy existente a escala mundial, entonces la intervención del Estado debe hacerse aceptando también la validez de aquella célebre máxima de que “lo que es bueno para la General Motors es bueno para los EEUU”. ¿A qué se reduce entonces la cautela del bien común por el Estado? ¿A velar por que la empresa pague buenos salarios a sus trabajadores y sus impuestos al Estado? Esto es aún más grave si se considera que estamos colocados hoy sobre el escenario de una economía mundial en que los Estados sólo tienen tuición sobre los espacios en que pueden ejercer alguna soberanía. Para qué recordar que en el caso de la General Motors gran parte de sus intereses ha estado por décadas directamente asociado a la fabricación de mortíferos armamentos y que el gobierno de EEUU suele hacer permanente uso de ellos en diversos puntos del planeta.
[16] El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) a través de su anual Informe sobre Desarrollo Humano (IDH) ha llamado repetidas veces la atención sobre las escandalosas dimensiones alcanzadas por este fenómeno.
[17] En su discurso programático de enero de 1986, Balmaceda sostuvo: "Si a ejemplo de Washington y de la gran república del norte, preferimos consumir la producción nacional, aunque no sea tan perfecta y acabada como la extranjera; si el agricultor, el minero y el fabricante construyen útiles o sus máquinas de posible construcción chilena en las maestranzas del país; si ensanchamos y hacemos más variada la producción de la materia prima, la elaboramos y transformamos en substancias u objetos útiles para la vida o la comodidad personal; si ennoblecemos el trabajo industrial aumentando los salarios en proporción a la mayor inteligencia de aplicación por la clase obrera; si el Estado, conservando el nivel de sus rentas y de sus gastos, dedica una porción de su riqueza a la protección de la industria nacional sosteniéndola y alimentándola en sus primeras pruebas; si hacemos concurrir al Estado con su capital y sus leyes económicas, y concurrimos todos, individual o colectivamente, a producir más y mejor, y a consumir lo que producimos, una savia más fecunda circulará por el organismo industrial de la república, y un mayor grado de riqueza y bienestar nos dará la posesión de este bien supremo de pueblo trabajador y honrado: vivir y vestirnos por nosotros mismos" (en Frank, 1968:90‑91).
[18] Preferimos hablar de “espacios económicos” antes que de “economías” nacionales porque, dadas las características del desarrollo del capitalismo mundial, éstos no logran configurar sistemas de producción, distribución y consumo con altos grados de autonomía y dinamismo propio, sino que se hallan fuertemente condicionados por su modo de inserción en la economía capitalista mundial.
[19] Para una sintética descripción del mismo, ver Gonzalorena (2005)
[20] Lo que inevitablemente lleva a reivindicar la validez y fecundidad de las explicaciones del subdesarrollo elaboradas en el marco de la tradición teórica y conceptual que procede de Marx.
[21] El significado y utilidad de este concepto lo ha explicitado claramente el destacado teólogo y economista Franz Hinkelammert (2001)
[22] En tal redefinición de los criterios de medición puede resultar útil también volver a la clásica y ya prácticamente olvidada distinción entre trabajo productivo e improductivo, al menos en una de sus dos posibles denotaciones: la que pone su atención en la diferencia entre trabajo acumulable y no acumulable.
[23] La precarización del empleo y el crecimiento del desempleo bajo variadas formas, fenómenos persistentemente consignados en los informes de la OIT, nos confrontan de lleno a una de las grandes paradojas del mundo actual: se producen y ganan fuerza, deteriorando gravemente la situación de los trabajadores, precisamente cuando la productividad del trabajo es mayor que nunca en la historia, tanto que permitiría una reducción significativa de la jornada de trabajo creando automáticamente con ello las ansiadas oportunidades de empleo que hoy escasean. El impedimento para que ello ocurra no es técnico, ni es tampoco la existencia de algún tipo de escasez, sino única y exclusivamente social: la capacidad política evidenciada por el gran capital para retener exclusivamente para sí, en beneficio propio, las enormes ganancias en productividad que se han venido registrando a lo largo del tiempo. En este contexto el interés del capital se orienta no hacia la distribución de los beneficios mediante la reducción de la extensión de la jornada de trabajo que la mayor productividad hace posible, lo cual permitiría la creación de más y mejores empleos, sino, por el contrario, en intensificar su presión sobre el trabajo asalariado buscando reducir los costos de producción y elevar las tasas de ganancia mediante una mayor precarización de la relación laboral y de los derechos de los trabajadores y mayores exigencias de capacitación y rendimiento de la fuerza de trabajo.
[24] La disyuntiva planteada por Rosa Luxemburgo fue en realidad “socialismo o barbarie” en un momento en que la explosión de esta última, detonada por la crisis del capitalismo, asomaba ya su rostro bajo la forma de las nuevas y más devastadoras guerras que traería consigo el siglo XX. Luego, tras el abominable asesinato de la propia Rosa, se completaría el cuadro con la irrupción del fascismo, el holocausto, el lanzamiento de bombas atómicas sobre poblaciones civiles, la catástrofe ambiental y un largo, y prácticamente inconmensurable, etcétera.
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Cómo citar este artículo:
Gonzalorena, Jorge (2006) "Economía de la competencia o de la solidaridad global: dilema ético y existencial del presente", Oikos Nº21, 7-31, Escuela de Administración y Economía (EAE), Universidad Católica Silva Henríquez (UCSH), Santiago de Chile.